Por dentro
Alejandro Viera lo supo, de súbito, sin más; aquello le llegó como una revelación tan pronto entró a aquella casa deshabitada de ruidos; falta de vecinos; fue el olor a aire despejado y sin perfume lo primero, lo blanco lo segundo, la decoración de vitrina de hotel lo tercero, y Alejandro Viera ya sentía el germen de la nausea columpiándose en su estómago. Luego vinieron las flores que no se encontraban siquiera en los estampados de uno de aquellos gruesos cojines; cojines hinchados, demasiado cuadrados, demasiado negros; las revistas sin arrugas, el piso cegador a la luz de las ventanas, el televisor; ¿Dónde estaba el televisor?, ¿Los libros? -Esther,¿Dónde guardas los libros?-; Y ella lo guió sonriente a un salón helado, forrado con burdas tablillas de metal; sin vidrieras, o cuadros con paisajes cálidos, o Viena, o Paris, o melancólicos otoños, o cualquier otra estación del mes; sin color pero con ventanas francesas y un escritorio rústico limpio, recogido, raso, sin papeles o lápices, o algún libro a medio leer, pero con una lámpara de bronce que era una reliquia y una silla pequeña de madera sólida, sin cojín en la posadera ni en el espaldar ni en ninguna otra parte: dura; y a Alejandro le temblaron las rodillas al sentarse en ella: -No quieres ver la habitación, pensé que a eso vinimos-; y Alejandro hizo un esfuerzo por mantener la compostura, por no desdoblarse en sí mismo y decirle que no, que no quería ver ya nada, hizo una mueca deformada en sonrisa; mostró forzado los dientes y acarició con manos frías la suave mano extendida de Esther:-Es tarde, olvidé que tenía que atender unos asuntos y... -¿así de pronto: miedo?-; y la risa; y el manguillo que resbalaba enérgico del hombro de mármol; la tela negra forcejeando con aquel pecho delicado, suave, redondo; indecentemente blanco, -¿Te asisto?-, dos pasos hacia ella, ella dos pasos hacia atrás, y arriba y abajo y en el centro un capricho escurridizo y:-Esther, ¿A dónde vas?-, y arriba y abajo y ella caminando más rápido, casi corriendo y mano a la cintura, una gota de saliva, la ansiedad:-¿Esther?-, -Al cuarto Alejandro, al cuarto-, y el segundo manguillo se fue, y luego el vestido y bragas no tenía, y las piernas eran dos canillas de cristal soplado por los dioses y él lo supo; lo supo todo el tiempo mientras la seguía por aquel corredor desposeído de fotos; mientras escuchaba el repiqueteo de aquella risilla de ninfa; pero aquella piel y aquellas redondeces; y el hueso del pubis: ¿Cómo eres Esther por dentro? Y la cama de hierro: -reforzado-, corrigió ella; y la mesilla de noche que no estaba, o las cremas de mano, o alguna pieza de ropa que delatara que en efecto aquello era una habitación, que allí se vivía. Y las gavetas llenas de frascos, o la cómoda sucia de maquillaje y perfume, o el radio o el teléfono o cualquier otro cable; pero no. Sólo aquella cama vestida de novia negra y el cruel papasán con otomán y los espejos. Y la lámpara de piso, otra reliquia, y Esther encendiéndola justo antes de soltarle la corbata. Y mientras Alejandro le palpaba los pechos con ansiedad de irse, y no poder ya, y mientras le besaba los muslos y subía, y arriba y abajo, y recibía instrucciones de como encapricharse más. Y mientras se veía en el espejo sentado sobre la cama; una mueca de placer en su cara; el pecho de Esther subiendo y bajando sobre su muslo izquierdo; aquella mujer perfecta tragándoselo todo; el lo supo, por eso no se sorprendió demasiado al día siguiente cuando sobre la cama encontró aquella nota: -al salir, cierra todos los portones-, pero ya era tarde, era tan tarde.
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