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Ceshire

Mis cuentos

Rueda

Rueda

Rueda

Tenía los ojos increíbles. Era como si alguien le hubiera encrustado en la cara dos aquamarinas clarísimas, dentro bailaban dos centellas hipnotizadoras. Y no sólo sus ojos eran raros, su cabello parecía sintético, puesto, de muñeca, extrañamente opaco, demasiado rubio, demasiado muerto. La piel era un rastro leve de facciones pálidas, inexpresivas, etéreas; sólo la boca purpúrea y húmeda daba indicios de que en efecto allí había una mujer animada y no un fantasma. Toda ella parecía de mentira, una muñeca mandada a pedir por catálogo, demasiado perfecta para aquellos rumbos de ejecutivos trasnochados y obreros de la noche. Debí sospechar alguna cosa cuando reaccionando a su insistente mirada le ofrecí un trago y declinó mi invitación descruzando y volviendo a cruzar las piernas como un abanico de mano que en lugar de fresco echara calor.

Aquella mujer no comía, no bebía, me miraba con insistencia y sin pronunciar palabra: ¿Qué quería y qué la hacía fijarse en mi? Estas cosas pensaba cuando le di la espalda para sorber mi whisky y aclarar un poco mis ideas. Hacía ya nueve años que no sabía lo que era sentirme deseado por una mujer. No desde que sorprendí a Norma en ropa interior desayunando pancakes en casa de mi amigo Mario. Diez segundos dejé pasar antes de voltear a buscarla. Para mi sorpresa y como si se tratase de una aparición, ya ella estaba sentada junto a mi en la barra. Una fracción de segundo y su helada mano se posó en la mía. Se movía como un celaje, con movimientos suaves y rápidos: -¿Qué haces aquí? -preguntó como si estuviera recibiendo un telegrama de mis pensamientos. Su voz era melodiosa, rítmica, y ahogaba cualquier otro sonido. -No más despejándome un poco. -contesté sin sospechar lo que estaba por comenzar. -¿y tú? -carraspeé esforzado por no dejar ver mi estado de turbación por el alcohol. Pero ella contestó con otra pregunta: - Dime, ¿Sabes qué día es hoy? -27 de marzo. -contesté yo. Entonces sonrió. Tenía los colmillos desproporcionados al resto de los dientes, y por un instante pensé que estaba en presencia de una mujer vampiro. En tal caso todo lo demás hacía sentido. Ante la ocurrencia no pude evitar echarme a reír. Ella continuaba observándome, su boca era ahora una curva imperturbada ante mi risa imprevista. -¿Y cómo te llamas? -pregunté recuperando el aire. -Veintisiete -contestó ella muy seria y yo tuve que llamar al barman para ganar tiempo y digerir la extraña situación. -¿Deseas uno? -dije levantando el vaso, orgulloso y viril, pero ella no se inmutó en contestarme. Lo único claro para mi era que ella haría las preguntas -¿Qué hacías hace dos días? -me interrogó con una voz diferente a la anterior, y cuando lo dijo, su mano larga y delgada resbaló hasta mi entrepierna. -No más trabajando. -dije nerviosamente mientras sentí con sorpresa que ella abría mi cremallera. Nunca antes una mujer me había hecho un avance tan desvergonzado. -¿y luego? preguntó con una articulación exagerada que no parecíó pertenecerle. Su mano subiendo y bajando detrás del mostrador. -¿Luego? luego no recuerdo. -contesté con una mueca alargada, mitad susto, mitad excitación. Traté de poner mi mano sobre la suya pero como si se tratase de una película de suspenso su mano imposible ahora estaba sobre la mesa. -Señorita... Veintisiete, -dije arreglándome el pantalón, ¿Se está burlando usted de mi? -Entonces clavó sus ojos en los míos, y juro que pude ver nítidamente mi triste reflejo en ellos. Un hombre solo, a falta de pista, medio mojigato, una arruga vertical surcándome la frente, la muletilla de un trago en una mano, la otra hecha un puño, las pupilas dilatadas, la víctima perfecta. -¿Igual que hoy? -insistió ella convertida nuevamente en holograma. -Igual que hoy -respondí yo, ahora lleno de sospechas. -¿y dos días antes de e..? -También -la interrumpí en seco. -No sé a dónde vas con todo esto. Mira, si lo que buscas es robarme, no cargo efectivo encima y... -Entonces la vi voltear el torso con el digno equilibrio de un gato, su cuello blanco quedó expuesto y pude ver en él, un extraño tatuaje redondo de lo que me pareció era un calendario antiguo. Pensé que se iría molesta pero inmediatamente sentí su mano de cristal acariciando mi cuello y su aliento de vino en mi oreja: ese peculiar olor a hembra o conjuro de progesterona que de alguna manera evoca empezando por tu madre a todas las mujeres que has amado. Y tal vez porque estaba entrado en tragos o porque ella era tan seductora no tuve la voluntad para moverme. -No vine por tu dinero. -Susurró imperturbada ante mi actitud. Y deslizó sobre el mostrador una tarjeta dorada cuyo epígrafe leía: Srta.Veintisiete. Entonces exhaló y juro que pude ver el peculiar hálito de su boca metérseme por dentro como un imposible guante de humo turbadoramente negro. Dio media vuelta y su cabello de maniquí me dio un coscorrón. Ligera, se echó ambas manos a los bolsillos y se fue balanceando las nalgas sobre unos tacones rojos demasiado estrechos; una correilla de estrás terminada en corazón enredada en cada tobillo.

No recuerdo más de aquella noche, por más que me esfuerzo, no consigo hacer memoria. Nisiquiera recuerdo cómo llegué a mi casa, cómo me quité la corbata, dónde puse aquella tarjeta. Y no es que normalmente me importen estas cosas. Tampoco como si recordara cualquier noche anterior a la del 27. Cuando la vida se repite como la letra de una canción popular, se deja de ejercitar la memoria, se convierte uno un poco en vitrola. Incluso llegué a pensar que todo había sido un sueño. Hasta que llegó junio.

Eran las doce del día y estaba reunido con Charlie en mi oficina. Discutíamos la posibilidad de llegar a un acuerdo con las partes cuando éste se empecinó en que almorzáramos algo. Charlie siempre tenía hambre y además, negociar lo ponía nervioso. Esa tarde llevaba consigo un paraguas negro y sudaba copiosamente. Me recordó a Danny de Vito en el personaje del Pingüino. Normalmente no me reuno con clientes en público pero Charlie no era cualquier cliente; siempre estaba metido en líos, le gustaba salirse con la suya y no le importaba demasiado pagar sumas exorbitantes para ello. Esa tarde me explicó que conocía un excelente restaurante oriental en las inmediaciones y que éste contaba con espacio para reuniones privadas. Llegamos al umbral del lugar y una menuda joven vestida de geisha nos guió a través de un estrecho puentecillo sobre una fuente atiborrada de monedas y peces. Charlie echó una moneda al agua, dijo que para la buena suerte, un banco de peces pardos trató con infortunio de morderla. Un espectáculo francamente desolador. -Todo el dinero del mundo no sirve para saciar el hambre de algunos peces.-bromeó la anfitriona en un tono que a mi me pareció fuera de lugar. Nos guió hasta un improvisado cubículo formado por cuatro biombos de papel pintados de enramadas y pájaros. Era el único que quedaba vacío y estaba decorado escasamente por una alfombra encarnada y una mesilla de piso. Nos sentamos en el suelo. -Supongo que ahora nos vas a hacer quitar los zapatos -espetó Charlie, cínico, acomodándose lo mejor que pudo la barriga dentro del pantalón. La chica sonrió paciente, nos entregó el menú y procedió a servirnos el agua. Al hacerlo, la manga de su kimono se arremangó descubriendo la piel de su antebrazo. Entonces lo vi: el mismo círculo crucificado que le había visto a Veintisiete, pero con una variante, una línea vertical partía la cruz en seis pedazos, de modo tal que se formaba el efecto eidético de una W sobre una M. Por primera vez esa tarde presté atención a la cara de la joven, entonces el óvalo de su rostro se oscureció hasta que sólo quedaron unos horripilantes ojos iridiscentes de predador y unos labios perturbadoramente blancos. -¿Veintisiete? -dije mecánicamente, -Tu muerte, -contestó ella, paralizándome con su voz. Entonces abrió la boca y de sus entrañas salió algo parecido a una langosta; me vino a la memoria el libro de Las Revelaciones. Para mi horror el repugnante insecto trepó por mi pierna y forcejeó con mi boca hasta que logró metérseme por dentro; lo sentí bajar por mi garganta y quise gritar. Entonces las facciones orientales de la joven reaparecieron como en cámara lenta: los ojos negros, la nariz mínima, la boca pequeña pintada de rojo, nada en ella extraordinario ni aterrorizador. Se fue dando pasitos cortos con un gesto en la cara que a mi me pareció desfachatadamente cómplice. Tuve un ataque de tos, sentí un sabor metálico en la boca y antes de que pudiera pensar nada, un borbotón de sangre me mojó la camisa. Entonces, como si fuese un disparo, escuché la voz ronca de Charlie: -Por favor, sabes que hoy es 3 de junio. ¿Así piensas conquistar alguna mujer? -Y salí corriendo detrás de aquella breve silueta satinada perdida ya en la distancia.

De espalda todas las empleadas me parecieron idénticas, todas con el mismo kimono floreado y la misma cara china. Me puse como loco. Entré en la cocina forcejeando y comencé a revisar los antebrazos de todas ellas. Hasta que me di con el brazo equivocado, el de la dueña, quien murmuró con una voz estridente pero apática que qué rayos estaba haciendo, que si no me largaba de su restaurante en ese mismo momento llamaría a la policía. -La señorita encargada de atender mi mesa, necesito hablar con ella, -expliqué, pero debí lucir como un psicópata porque sin una segunda advertencia la mujer se dirigió al teléfono. -Tiene un tatuaje en el antebrazo, es un círculo en seis partes. ¿Alguien aquí conoce el tatuaje? -insistí mientras los cocineros, cuchillo en mano, se hacían ojos y regateaban mi suerte con la dueña. -La Policía ya está en camino, -declaró la mujer y al decirlo abrió la salida de emergencia para que yo me fuera. -¿Alguien aquí conoce a la Srta. veintisiete? -persistí. -Sabe, aún está a tiempo de irse de aquí dignamente. Y cuando lo dijo sonrió, y su serena sonrisa era un certero insulto en japonés. Salí de allí sintiéndome como un infeliz. Atiné a ver a Charlie saliendo por la puerta principal pero no quise afrontarlo. Cambié mi rumbo, casi salí corriendo; me sentía vulnerable. De la noche a la mañana me había convertido en un hombrecillo ridículo con los pies fuera de la realidad. Por primera vez en veinte años lloré, estaba teniendo visiones, seguro que me estaba poniendo viejo.

Esa noche soñé con mi madre. La soñé joven y alegre, con el cabello azulado y negro. Le caía en bucles sobre un vestido de hilo claro. Deshojaba rosas blancas y contaba los pétalos. -¿De qué me sirven si no me duelen? -se reía. Miré el suelo y vi que los pétalos estaban manchado de sangre. Vi sus dedos enganchados de espinas. Quise detenerla, sonrió, parecía sincera y feliz. -Escucha las señales -dijo, y desde la nariz le nació un repugnante pico negro, luego se llenó de plumas oscuras y opalescente hasta que vi que toda ella estaba transformada en un espantoso cuervo que me buscaba los ojos a picotazos. Rehuyéndole corrí hasta un despeñadero, caí, rodé, me sorprendió un dolor agudo en el costado, luego el sabor salado del mar, sentí que respiraba agua.

Desperté bañado en gotitas de sudor. Al amanecer revise mi agenda y le dije a mi secretaria Lolita que reacomodara todas mis citas, que me tomaría unas vacaciones de un mes. Hacía más de once años que no faltaba al trabajo ni tomaba vacaciones. Lolita, que comía un bocadillo, dejó de masticar y me miró desconcertada, -¿y bien? ¿qué carajo espera? -instigué molesto. Debió sonar como un insulto porque su cara se puso roja como un ají. Jamás le había hablado así. Una ira profusa me invadió. De repente tenía coraje con Lola, con Norma, con Mario, con mi madre, con Charlie y hasta con la dueña del restaurán. Rápido caí en cuenta de que el odio que acunaba mi alma, tenía nombre, el mío. Salí de la oficina y me metí en el Café La Triqueta . Pedí un whisky con limón, luego otro, y otro más. Necesitaba disipar el odio. Para cuando dieron las once de la mañana ya yo había bebido demasiado.

Sonó la campanilla de la puerta y entró al café una linda niña de unos siete años. Era pecosa y pizpireta como un cachorro de leopardo. Estaba vestida de bailarina con el pelo hecho una dona y traía una libreta y crayones. Me recordó una de esas figuras Yadró que mi madre coleccionaba sobre el mueble del televisor. Busqué un guardián o una mamá que acompañara a la chiquilla, extrañamente vi que estaba sola. Dando saltitos de ballet la niña llegó hasta mi, dos preciosos hoyuelos enmarcaban su alegre sonrisa; hizo un gran esfuerzo y escaló hasta el tope del taburete contiguo al mío, entonces, expresiva, me miró como sorprendida por su hazaña. Traté de ignorarla; pero ella, molesta, comenzó a patear el mostrador. Pensé con amargura que yo no era quién para jugar al papá. -bien bien bien... -dijo y comenzó a garabatear en su libreta con tanta fuerza que hizo temblar mi trago. -bien bien bien... -repitió, desbordándolo sobre la mesa. Al saberse evitada optó por observarme y sentí que su mirada era una lupa agigantando todos mis defectos para luego quemarme como a un insecto. La miré molesto y la regañé: -Nadie te ha dicho que es de mal gusto quedársele viendo a la gente. Entonces bajó los ojos, y su peinado de mujer vieja hizo un terremoto al compás de su manita de dibujante. -Para ti, -dijo, arrancando una página garabateada de su cuaderno. "Un garabato de felicidad", leí, e inmediatamente se me soltó una lágrima. -Llorar no sirve, -pronunció. Entonces su carita de niña buena se volvió de agua. Sentí que su esencia infantil me empapaba las facciones. Entonces vi a Charlie con un vaso vacío en la mano y caí en cuenta de que acababa de vaciármelo encima. -¿Qué te pasa? ¿Te volviste loco? ¿desde cuándo salimos a emborracharnos a mitad del día? -Quise responderle pero no me salieron las palabras. Estaba demasiado ebrio. En lugar de voz, me subió un gusto amargo y caliente por la garganta que salió disparado sobre su cara redonda. Recordé a Linda Blair y pensé que Charlie era el mismisimo demonio.

Desperté hecho un charco fétido frente a mi apartamento. La puerta de la vecina estaba abierta, y en la salita de estar una anciana con el cabello escaso y largo me sonreía desde su sillón. Se repartía entre vigilarme y ver la televisión. Con torpeza traté de buscar mis llaves. Palpé con cierto enfado que mis bolsillos estaban vacíos. Un profuso dolor en el costado me invadió. Pensé que me habían robado así que me quité la camisa y busqué en mi cuerpo algún signo de violencia. Con tal de justificar mi estado me hubiera gustado encontrar que me habían dado una buena golpiza. Toqué mis miembros y me desconsoló notar mi deterioro; la palabra decrepitud no alcanza para describir mi sufrimiento. Estaba envejeciendo y no tenía a nadie que hiciera más llevadero la ineludible gravedad de los años. Me vino a la memoria la carita de bebé de mi hija Camila, recordé con tristeza que jamás me preocupé por verle crecer otra cara mas que aquella. Su mirada vulnerable de recién nacida se dibujó en mi mente con demasiada exactitud; y un peso recién descubierto se afincó en mi pecho apesadumbrandome. No nada más me había ocupado de quedarme sin familia; también había traído a la tierra una hija sin padre. La voz de mi madre se conjuró en mi pensamiento: "Es la naturaleza del padre ver crecer a sus hijos y no al revés". Recordé como ella me sacó adelante sola. Mientras a mi no me faltó nunca un vaso de leche, ella parecía vivír de gomitas dulces y golosinas. Para cuando entré a la Escuela de Derecho sus deudas eran tantas que nisiquiera le alcanzaba para guardar Naranjitas debajo de la cama. Ahora llaman a las de su tipo "madres solteras", un título que encierra cierta dignidad de carácter casi virginal. Pero para cuando yo era niño las llamaban zorras y a la descendencia espuria le decían escoria. Curiosamente así me sentía aquella tarde: más bastardo que nunca.

Llamé a la vieja y le dije que me habían robado; que necesitaba que me dejara llamar a un cerrajero. La vieja no contestó sino que siguió atenta a su televisor. Pensé que podía estar sorda así que me acerqué lentamente. -Doña, ¿me oye?, doña -Al ver que no me miraba, la toqué suavemente en el hombro. -¿Qué día es hoy? -dijo de pronto con una voz que me heló la sangre. Sus ojos nublados de cataratas permanecían clavados en el televisor. -Cuatro de junio -respondí, ingenuo, y ella profirió un gesto de disgusto. -No, vamos... trata de nuevo. -Se hizo un desagradable silencio entre nosotros, no respondí más nada; ya no tenía valor para hacerlo. -La has visto, ¿no es así? -insistió ella con una naturalidad desconcertante -¿A quién? -traté de disimular. Entonces se echó a reír, y había un aterrador fondo acuoso en el timbre de su voz. Un misterio de río o mar que no se puede explicar. Luego dijo alzando la voz y elevando un dedo generoso: -Sabes, no se toma su visita a la ligera. -Una horrorosa sensación de desesperación me invadió, y justo cuando me proponía a reaccionar llegó una mujer joven y se nos plantó en el medio. Era de estatura baja, tenía el cabello rojizo y los brazos demasiado largos en relación con el resto del cuerpo. Jadeaba y hablaba entrecortado como si le costara trabajo emitir sonidos - Perdone a mi abuela, está enferma, tenga, su amigo le dejó esto, - dijo haciéndome entrega de un sobre. Dentro estaban todas mis pertenencias incluídas las llaves de mi apartamento y las del auto. Registrando encontré también el papel garabateado. Saber que no había imaginado aquella niña me desconcertó. En el revés del papel estaba dibujada la rueda de Veintisiete. Al reconocerla comencé a sentir que me asfixiaba. Perdí el balance y caí al suelo propinándome un golpe rotundo en el hombro.


La vieja desde su sillón me observaba ahora imperturbada. Su nieta asomada sobre mi como una bestia no hacía ningún esfuerzo por auxiliarme. Ella era ahora la silueta difusa de un chacal hambriento. Se acercó como olisqueándome; sus colmillos relucían como navajas a la luz de las lámparas. Traté de gritar por ayuda, quizás algún vecino me escuchara pero me di cuenta de que no podía moverme, mucho menos articular palabra. Entonces experimenté que un frío terrible me secaba por dentro como al grano de una uva. Sentí la boca terrosa y los miembros rígidos. De cerca vi que la mujer chacal traía en el antebrazo las dos emes mirándose. Traté de pensar en lo que podría significar este símbolo. Una hermosa voz se conjuró en mi interior: "Es la marca de Las Moiras, las walquirias, Osiris y Anubis; es todo lo mismo". Otra vez vi aquel insecto, pero esta vez mucho más gordo y de un verde esmeralda. Sentí resignado que mientras el insecto trepaba por mi mano y se detenía en mi pecho se me disociaba el espíritu. Ese enigmático humor que normalmente se pasea ligero entre la cabeza y el pecho estaba ahora aglomerado por completo en mi garganta. Abrí la boca buscando una manera de escupirme del mundo. Entonces vi a la vieja levantarse. Su cabello blanco, ralo y amarillento cayéndole hasta más abajo de la cintura era una visión indescriptiblemente grotesca. Bastó un movimiento de su mano para que el sanguinario chacal, lento, se alejara. Luego la vieja se sacó una tarjeta brillante del bolsillo y me la echó encima. -¿Buscabas esto? -dijo y su cara se transfiguró demasiado rápido en por lo menos una centena de mujeres. Distingí la niña del café, también a Lolita, incluso a Norma, un extraño cántico se apoderó de mi cabeza; el lóbrego coro repetía: "Kali, Kali, Kali, Kali...". Me vino a la memoria un mural callejero que llamó mi atención cuando era un niño. El mismo destacaba lo que supuse era un demonio terrible con pedazos de sus víctimas colgándole del cinturón; mi madre me corrigió, aquella era la diosa india Kali, lo que en sánscrito significa "tiempo". Las voces repetían ahora:"Bhavani, Chinnamasta, Chamunda, Durga, Himavati, Meenakshi, Rudrani Sati, Tara, Kumari”. De pronto tenía frente a mi a la mismisima Veintisiete. -Te estás muriendo. -dijo arrodillándose junto a mi. Su piel era ahora de un azúl iridiscente, su cabello, oscuro y largísimo parecía cubierto de estrellas. El mismo le cubría el cuerpo desnudo. Tenía cuatro brazos, y en una de ellos sostenía una espada. Entonces se estiró formando con sus extremidades una cruz diagonal y supe que aquel tatuaje que había visto en su cuello era en realidad su sello. Cuento estas cosas y suenan todas terribles y horripilantes, en realidad en aquél momento no sentí miedo sino resignación y paz. Me quedé mirando su rostro que era bello y devastador como la naturaleza misma. Había sentido una emoción similar al contemplar en el zoológico a una majestuosa leona cuidando de sus cachorros. Un delgado vidrio salvando mi suerte.
-¿Sabes por qué estás por morir? Negué con la cabeza.
Su mano generosa tocó mi costado adolorido y supe que estaba muy enfermo.
-El odio te ha vuelto terco y egoísta. Toda tu vida, y la de los que has tocado, es gracias a tu cobardía, en vano. Vas hacia atrás, contrapuesto, y sin embargo, aún queda cierta benignidad en ti digna de salvarse.
-¿Quieres vivir? -Asentí con dificultud.
Entonces puso sus manos sobre mi cabeza y una gran oscuridad nos rodeó. Lo único visible de ella ahora eran sus ojos y un punto a mitad de su frente que cegaba como un rayo.
-Debes entender que el tiempo no espera por nadie, la vida no espera por nadie, hacerlo sería en realidad hacer lo contrario. Las lecciones que más duelen son también las que nos salvan. Dime, ¿Qué día es hoy?

Y cuando lo dijo sentí un dolor insufrible en todo mi cuerpo, aquello debía ser el infierno. Mi vida entera me pasó por la cabeza. Vi a Norma, pobre, deshabitada de mi, reinventando con dificultad nuestro romance; luego a Mónica, apenas diecisiete años, cargando en su vientre mi simiente. Vi a mi madre yéndose a morir solitaria a un frío hospital de Miami. Recordé a Mario arrepentido, sintiéndose traidor, quise gritarle que yo fui quien los abandoné primero. Recordé a Charlie, pobre diablo, acaso también se moría. De pronto sabía la respuesta, hoy era un día para reivindicarme. Y al pensarlo centelleó la chispa entre sus dos ojos y experimenté una descarga eléctrica que liberó algo en mi mente. Cada poro de mi cuerpo se sentía nuevo y vivo. Rápido sentí que agua helada empapaba mis facciones. Entonces vi a Charlie con un vaso vacío en la mano y caí en cuenta que acababa de vaciármelo encima. ¿Qué te pasa? ¿Te volviste loco? ¿desde cuándo salimos a emborracharnos a mitad del día? -Quise responderle que había vivido esto antes, pero como adiviné que pasaría no me salieron las palabras. Comencé a dar arcadas de vomito descontroladamente, el líquido pestilente lo mojaba todo. Continué así por unos minutos. Casi me caigo del taburete si no es porque Charlie me sujeta. Finalmente logré respirar y al hacerlo sentí que no necesitaba otra cosa más que ese aire limpio que alimentaba mis pulmones. Escuché una voz femenil a mi lado. Gire el rostro y cuando la vi comencé a llorar. Estaba cambiada, mucho mayor, tendría ahora unos catorce años. Estaba vestida de bailarina y es la visión más hermosa que he visto en la vida. Tenía un pendiente de oro colgándole del cuello, leía Camila.

Rueda, fin

Rueda, fin

La vieja desde su sillón me observaba ahora imperturbada. Su nieta asomada sobre mi como una bestia no hacía ningún esfuerzo por auxiliarme. Ella era ahora la silueta difusa de un chacal hambriento. Se acercó como olisqueándome; sus colmillos relucían como navajas a la luz de las lámparas. Traté de gritar por ayuda, quizás algún vecino me escuchara pero me di cuenta de que no podía moverme, mucho menos articular palabra. Entonces experimenté que un frío terrible me secaba por dentro como al grano de una uva. Sentí la boca terrosa y los miembros rígidos. De cerca vi que la mujer chacal traía en el antebrazo las dos emes mirándose. Traté de pensar en lo que podría significar este símbolo. Una hermosa voz se conjuró en mi interior: "Es la marca de Las Moiras, las walquirias, Osiris y Anubis; es todo lo mismo". Otra vez vi aquel insecto, pero esta vez mucho más gordo y de un verde esmeralda. Sentí resignado que mientras el insecto trepaba por mi mano y se detenía en mi pecho se me disociaba el espíritu. Ese enigmático humor que normalmente se pasea ligero entre la cabeza y el pecho estaba ahora aglomerado por completo en mi garganta. Abrí la boca buscando una manera de escupirme del mundo. Entonces vi a la vieja levantarse. Su cabello blanco, ralo y amarillento cayéndole hasta más abajo de la cintura era una visión indescriptiblemente grotesca. Bastó un movimiento de su mano para que el sanguinario chacal, lento, se alejara. Luego la vieja se sacó una tarjeta brillante del bolsillo y me la echó encima. -¿Buscabas esto? -dijo y su cara se transfiguró demasiado rápido en por lo menos una centena de mujeres. Distingí la niña del café, también a Lolita, incluso a Norma, un extraño cántico se apoderó de mi cabeza; el lóbrego coro repetía: "Kali, Kali, Kali, Kali...". Me vino a la memoria un mural callejero que llamó mi atención cuando era un niño. El mismo destacaba lo que supuse era un demonio terrible con pedazos de sus víctimas colgándole del cinturón; mi madre me corrigió, aquella era la diosa india Kali, lo que en sánscrito significa "tiempo". Las voces repetían ahora:"Bhavani, Chinnamasta, Chamunda, Durga, Himavati, Meenakshi, Rudrani Sati, Tara, Kumari”. De pronto tenía frente a mi a la mismisima Veintisiete. -Te estás muriendo. -dijo arrodillándose junto a mi. Su piel era ahora de un azúl iridiscente, su cabello, oscuro y largísimo parecía cubierto de estrellas. El mismo le cubría el cuerpo desnudo. Tenía cuatro brazos, y en una de ellos sostenía una espada. Entonces se estiró formando con sus extremidades una cruz diagonal y supe que aquel tatuaje que había visto en su cuello era en realidad su sello. Cuento estas cosas y suenan todas terribles y horripilantes, en realidad en aquél momento no sentí miedo sino resignación y paz. Me quedé mirando su rostro que era bello y devastador como la naturaleza misma. Había sentido una emoción similar al contemplar en el zoológico a una majestuosa leona cuidando de sus cachorros. Un delgado vidrio salvando mi suerte.
-¿Sabes por qué estás por morir? Negué con la cabeza.
Su mano generosa tocó mi costado adolorido y supe que estaba muy enfermo.
-El odio te ha vuelto terco y egoísta. Toda tu vida, y la de los que has tocado, es gracias a tu cobardía, en vano. Vas hacia atrás, contrapuesto, y sin embargo, aún queda cierta benignidad en ti digna de salvarse.
-¿Quieres vivir? -Asentí con dificultud.
Entonces puso sus manos sobre mi cabeza y una gran oscuridad nos rodeó. Lo único visible de ella ahora eran sus ojos y un punto a mitad de su frente que cegaba como un rayo.
-Debes entender que el tiempo no espera por nadie, la vida no espera por nadie, hacerlo sería en realidad hacer lo contrario. Las lecciones que más duelen son también las que nos salvan. Dime, ¿Qué día es hoy?

Y cuando lo dijo sentí un dolor insufrible en todo mi cuerpo, aquello debía ser el infierno. Mi vida entera me pasó por la cabeza. Vi a Norma, pobre, deshabitada de mi, reinventando con dificultad nuestro romance; luego a Mónica, apenas diecisiete años, cargando en su vientre mi simiente. Vi a mi madre yéndose a morir solitaria a un frío hospital de Miami. Recordé a Mario arrepentido, sintiéndose traidor, quise gritarle que yo fui quien los abandoné primero. Recordé a Charlie, pobre diablo, acaso también se moría. De pronto sabía la respuesta, hoy era un día para reivindicarme. Y al pensarlo centelleó la chispa entre sus dos ojos y experimenté una descarga eléctrica que liberó algo en mi mente. Cada poro de mi cuerpo se sentía nuevo y vivo. Rápido sentí que agua helada empapaba mis facciones. Entonces vi a Charlie con un vaso vacío en la mano y caí en cuenta que acababa de vaciármelo encima. ¿Qué te pasa? ¿Te volviste loco? ¿desde cuándo salimos a emborracharnos a mitad del día? -Quise responderle que había vivido esto antes, pero como adiviné que pasaría no me salieron las palabras. Comencé a dar arcadas de vomito descontroladamente, el líquido pestilente lo mojaba todo. Continué así por unos minutos. Casi me caigo del taburete si no es porque Charlie me sujeta. Finalmente logré respirar y al hacerlo sentí que no necesitaba otra cosa más que ese aire limpio que alimentaba mis pulmones. Escuché una voz femenil a mi lado. Gire el rostro y cuando la vi comencé a llorar. Estaba cambiada, mucho mayor, tendría ahora unos catorce años. Estaba vestida de bailarina y es la visión más hermosa que he visto en la vida. Tenía un pendiente de oro colgándole del cuello, leía Camila.

Fin.

Rueda, cuatro.

Rueda, cuatro.

4


Desperté hecho un charco fétido frente a mi apartamento. La puerta de la vecina estaba abierta, y en la salita de estar una anciana con el cabello escaso y largo me sonreía desde su sillón. Se repartía entre vigilarme y ver la televisión. Con torpeza traté de buscar mis llaves. Palpé con cierto enfado que mis bolsillos estaban vacíos. Un profuso dolor en el costado me invadió. Pensé que me habían robado así que me quité la camisa y busqué en mi cuerpo algún signo de violencia. Con tal de justificar mi estado me hubiera gustado encontrar que me habían dado una buena golpiza. Toqué mis miembros y me desconsoló notar mi deterioro; la palabra decrepitud no alcanza para describir mi sufrimiento. Estaba envejeciendo y no tenía a nadie que hiciera más llevadero la ineludible gravedad de los años. Me vino a la memoria la carita de bebé de mi hija Camila, recordé con tristeza que jamás me preocupé por verle crecer otra cara mas que aquella. Su mirada vulnerable de recién nacida se dibujó en mi mente con demasiada exactitud; y un peso recién descubierto se afincó en mi pecho apesadumbrandome. No nada más me había ocupado de quedarme sin familia; también había traído a la tierra una hija sin padre. La voz de mi madre se conjuró en mi pensamiento: "Es la naturaleza del padre ver crecer a sus hijos y no al revés". Recordé como ella me sacó adelante sola. Mientras a mi no me faltó nunca un vaso de leche, ella parecía vivír de gomitas dulces y galletitas. Para cuando entré a la Escuela de Derecho sus deudas eran tantas que nisiquiera le alcanzaba para guardar Naranjitas debajo de la cama. Ahora llaman a las de su tipo "madres solteras", un título que encierra cierta dignidad de carácter casi virginal. Pero para cuando yo era niño las llamaban zorras y a la descendencia espuria le decían escoria. Curiosamente así me sentía aquella tarde: más bastardo que nunca.

Llamé a la vieja y le dije que me habían robado; que necesitaba que me dejara llamar a un cerrajero. La vieja no contestó sino que siguió atenta a su televisor. Pensé que podía estar sorda así que me acerqué lentamente. -Doña, ¿me oye?, doña -Al ver que no me miraba, la toqué suavemente en el hombro. -¿Qué día es hoy? -dijo de pronto con una voz que me heló la sangre. Sus ojos nublados de cataratas permanecían clavados en el televisor. -Cuatro de junio -respondí, ingenuo, y ella profirió un gesto de disgusto. -No, vamos... trata de nuevo. -Se hizo un desagradable silencio entre nosotros, no respondí más nada; ya no tenía valor para hacerlo. -La has visto, ¿no es así? -insistió ella con una naturalidad desconcertante -¿A quién? -traté de disimular. Entonces se echó a reír, y había un aterrador fondo acuoso en el timbre de su voz. Un misterio de río o mar que no sé explicar. Luego dijo alzando la voz y elevando un dedo generoso: -Sabes, no se toma su visita a la ligera. -Una horrorosa sensación de desesperación me invadió, y justo cuando me proponía a reaccionar llegó una mujer joven y se nos plantó en el medio. Era de estatura baja, tenía el cabello rojizo y los brazos demasiado largos en relación con el resto del cuerpo. Jadeaba y hablaba entrecortado como si le costara trabajo emitir sonidos - Perdone a mi abuela, está enferma, tenga, su amigo le dejó esto, - dijo haciéndome entrega de un sobre. Dentro estaban todas mis pertenencias incluídas las llaves de mi apartamento y las del auto. Registrando encontré también el papel garabateado. Saber que no había imaginado aquella niña me desconcertó. En el revés del papel estaba dibujada la rueda de Veintisiete. Al reconocerla comencé a sentir que me asfixiaba. Perdí el balance y caí al suelo propinándome un golpe rotundo en el hombro.

Continúa

Rueda, tres

Rueda, tres

3.
Esa noche soñé con mi madre. La soñé joven y alegre, con el cabello azulado y negro. Le caía en bucles sobre un vestido de hilo claro. Deshojaba rosas blancas y contaba los pétalos. -¿De qué me sirven si no me duelen? -se reía. Miré el suelo y vi que los pétalos estaban manchado de sangre. Vi sus dedos enganchados de espinas. Quise detenerla, sonrió, parecía sincera y feliz. -Escucha las señales -dijo, y desde la nariz le nació un repugnante pico negro, luego se llenó de plumas oscuras y opalescente hasta que vi que toda ella estaba transformada en un espantoso cuervo que me buscaba los ojos a picotazos. Rehuyéndole corrí hasta un despeñadero, caí, rodé, me sorprendió un dolor agudo en el costado, luego el sabor salado del mar, sentí que respiraba agua.

Desperté bañado en gotitas de sudor. Al amanecer revise mi agenda y le dije a mi secretaria Lolita que reacomodara todas mis citas, que me tomaría unas vacaciones de un mes. Hacía más de once años que no faltaba al trabajo ni tomaba vacaciones. Lolita, que comía un bocadillo, dejó de masticar y me miró desconcertada, -¿y bien? ¿qué carajo espera? -instigué molesto. Debió sonar como un insulto porque su cara se puso roja como un ají. Jamás le había hablado así. Una ira profusa me invadió. De repente tenía coraje con Lola, con Norma, con Mario, con mi madre, con Charlie y hasta con la dueña del restaurán. Rápido caí en cuenta de que el odio que acunaba mi alma, tenía nombre, el mío. Salí de la oficina y me metí en el Café La Triqueta . Pedí un whisky con limón, luego otro, y otro más. Necesitaba disipar el odio. Para cuando dieron las once de la mañana ya yo había bebido demasiado.

Sonó la campanilla de la puerta y entró al café una linda niña de unos siete años. Era pecosa y pizpireta como un cachorro de leopardo. Estaba vestida de bailarina con el pelo hecho una dona y traía una libreta y crayones. Me recordó una de esas figuras Yadró que mi madre coleccionaba sobre el mueble del televisor. Busqué un guardián o una mamá que acompañara a la chiquilla, extrañamente vi que estaba sola. Dando saltitos de ballet la niña llegó hasta mi, dos preciosos hoyuelos enmarcaban su alegre sonrisa; hizo un gran esfuerzo y escaló hasta el tope del taburete contiguo al mío, entonces, expresiva, me miró como sorprendida por su hazaña. Traté de ignorarla; pero ella, molesta, comenzó a patear el mostrador. Pensé con amargura que yo no era quién para jugar al papá. -bien bien bien... -dijo y comenzó a garabatear en su libreta con tanta fuerza que hizo temblar mi trago. -bien bien bien... -repitió, desbordándolo sobre la mesa. Al saberse evitada optó por observarme y sentí que su mirada era una lupa agigantando todos mis defectos para luego quemarme como a un insecto. La miré molesto y la regañé: -Nadie te ha dicho que es de mal gusto quedársele viendo a la gente. Entonces bajó los ojos, y su peinado de mujer vieja hizo un terremoto al compás de su manita de dibujante. -Para ti, -dijo, arrancando una página garabateada de su cuaderno. "Un garabato de felicidad", leí, e inmediatamente se me soltó una lágrima. -Llorar no sirve, -pronunció. Entonces su carita de niña buena se volvió de agua. Sentí que su esencia infantil me empapaba las facciones. Entonces vi a Charlie con un vaso vacío en la mano y caí en cuenta de que acababa de vaciármelo encima. -¿Qué te pasa? ¿Te volviste loco? ¿desde cuándo salimos a emborracharnos a mitad del día? -Quise responderle pero no me salieron las palabras. Estaba demasiado ebrio. En lugar de voz, me subió un gusto amargo y caliente por la garganta que salió disparado sobre su cara redonda. Recordé a Linda Blair y pensé que Charlie era el mismisimo demonio.

Continúa

Rueda, dos

Rueda, dos

2.
No recuerdo más de aquella noche, por más que me esfuerzo, no consigo hacer memoria. Nisiquiera recuerdo cómo llegué a mi casa, cómo me quité la corbata, dónde puse aquella tarjeta. Y no es que normalmente me importen estas cosas. Tampoco como si recordara cualquier noche anterior a la del 27. Cuando la vida se repite como la letra de una canción popular, se deja de ejercitar la memoria, se convierte uno un poco en vitrola. Incluso llegué a pensar que todo había sido un sueño. Hasta que llegó junio.

Eran las doce del día y estaba reunido con Charlie en mi oficina. Discutíamos la posibilidad de llegar a un acuerdo con las partes cuando éste se empecinó en que almorzáramos algo. Charlie siempre tenía hambre y además, negociar lo ponía nervioso. Esa tarde llevaba consigo un paraguas negro y sudaba copiosamente. Me recordó a Danny de Vito en el personaje del Pingüino. Normalmente no me reuno con clientes en público pero Charlie no era cualquier cliente; siempre estaba metido en líos, le gustaba salirse con la suya y no le importaba demasiado pagar sumas exorbitantes para ello. Esa tarde me explicó que conocía un excelente restaurante oriental en las inmediaciones y que éste contaba con espacio para reuniones privadas. Llegamos al umbral del lugar y una menuda joven vestida de geisha nos guió a través de un estrecho puentecillo sobre una fuente atiborrada de monedas y peces. Charlie echó una moneda al agua, dijo que para la buena suerte, un banco de peces pardos trató con infortunio de morderla. Un espectáculo francamente desolador. -Todo el dinero del mundo no sirve para saciar el hambre de algunos peces.-bromeó la anfitriona en un tono que a mi me pareció fuera de lugar. Nos guió hasta un improvisado cubículo formado por cuatro biombos de papel pintados de enramadas y pájaros. Era el único que quedaba vacío y estaba decorado escasamente por una alfombra encarnada y una mesilla de piso. Nos sentamos en el suelo. -Supongo que ahora nos vas a hacer quitar los zapatos -espetó Charlie, cínico, acomodándose lo mejor que pudo la barriga dentro del pantalón. La chica sonrió paciente, nos entregó el menú y procedió a servirnos el agua. Al hacerlo, la manga de su kimono se arremangó descubriendo la piel de su antebrazo. Entonces lo vi: el mismo círculo crucificado que le había visto a Veintisiete, pero con una variante, una línea vertical partía la cruz en seis pedazos, de modo tal que se formaba el efecto eidético de una W sobre una M. Por primera vez esa tarde presté atención a la cara de la joven, entonces el óvalo de su rostro se oscureció hasta que sólo quedaron unos horripilantes ojos iridiscentes de predador y unos labios perturbadoramente blancos. -¿Veintisiete? -dije mecánicamente, -Tu muerte, -contestó ella, paralizándome con su voz. Entonces abrió la boca y de sus entrañas salió algo parecido a una langosta; me vino a la memoria el libro de Las Revelaciones. Para mi horror el repugnante insecto trepó por mi pierna y forcejeó con mi boca hasta que logró metérseme por dentro; lo sentí bajar por mi garganta y quise gritar. Entonces las facciones orientales de la joven reaparecieron como en cámara lenta: los ojos negros, la nariz mínima, la boca pequeña pintada de rojo, nada en ella extraordinario ni aterrorizador. Se fue dando pasitos cortos con un gesto en la cara que a mi me pareció desfachatadamente cómplice. Tuve un ataque de tos, sentí un sabor metálico en la boca y antes de que pudiera pensar nada, un borbotón de sangre me mojó la camisa. Entonces, como si fuese un disparo, escuché la voz ronca de Charlie: -Por favor, sabes que hoy es 3 de junio. ¿Así piensas conquistar alguna mujer? -Y salí corriendo detrás de aquella breve silueta satinada perdida ya en la distancia.

De espalda todas las empleadas me parecieron idénticas, todas con el mismo kimono floreado y la misma cara china. Me puse como loco. Entré en la cocina forcejeando y comencé a revisar los antebrazos de todas ellas. Hasta que me di con el brazo equivocado, el de la dueña, quien murmuró con una voz estridente pero apática que qué rayos estaba haciendo, que si no me largaba de su restaurante en ese mismo momento llamaría a la policía. -La señorita encargada de atender mi mesa, necesito hablar con ella, -expliqué, pero debí lucir como un psicópata porque sin una segunda advertencia la mujer se dirigió al teléfono. -Tiene un tatuaje en el antebrazo, es un círculo en seis partes. ¿Alguien aquí conoce el tatuaje? -insistí mientras los cocineros, cuchillo en mano, se hacían ojos y regateaban mi suerte con la dueña. -La Policía ya está en camino, -declaró la mujer y al decirlo abrió la salida de emergencia para que yo me fuera. -¿Alguien aquí conoce a la Srta. veintisiete? -persistí. -Sabe, aún está a tiempo de irse de aquí dignamente. Y cuando lo dijo sonrió, y su serena sonrisa era un certero insulto en japonés. Salí de allí sintiéndome como un infeliz. Atiné a ver a Charlie saliendo por la puerta principal pero no quise afrontarlo. Cambié mi rumbo, casi salí corriendo; me sentía vulnerable. De la noche a la mañana me había convertido en un hombrecillo ridículo con los pies fuera de la realidad. Por primera vez en veinte años lloré, estaba teniendo visiones, seguro que me estaba poniendo viejo.

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Rueda, uno.

Rueda, uno.

1
Tenía los ojos increíbles. Era como si alguien le hubiera encrustado en la cara dos aquamarinas clarísimas, dentro bailaban dos centellas hipnotizadoras. Y no sólo sus ojos eran raros, su cabello parecía sintético, puesto, de muñeca, extrañamente opaco, demasiado rubio, demasiado muerto. La piel era un rastro leve de facciones pálidas, inexpresivas, etéreas; sólo la boca purpúrea y húmeda daba indicios de que en efecto allí había una mujer animada y no un fantasma. Toda ella parecía de mentira, una muñeca mandada a pedir por catálogo, demasiado perfecta para aquellos rumbos de ejecutivos trasnochados y obreros de la noche. Debí sospechar alguna cosa cuando reaccionando a su insistente mirada le ofrecí un trago y declinó mi invitación descruzando y volviendo a cruzar las piernas como un abanico de mano que en lugar de fresco echara calor.

Aquella mujer no comía, no bebía, me miraba con insistencia y sin pronunciar palabra: ¿Qué quería y qué la hacía fijarse en mi? Estas cosas pensaba cuando le di la espalda para sorber mi whisky y aclarar un poco mis ideas. Hacía ya nueve años que no sabía lo que era sentirme deseado por una mujer. No desde que sorprendí a Norma en ropa interior desayunando pancakes en casa de mi amigo Mario. Diez segundos dejé pasar antes de voltear a buscarla. Para mi sorpresa y como si se tratase de una aparición, ya ella estaba sentada junto a mi en la barra. Una fracción de segundo y su helada mano se posó en la mía. Se movía como un celaje, con movimientos suaves y rápidos: -¿Qué haces aquí? -preguntó como si estuviera recibiendo un telegrama de mis pensamientos. Su voz era melodiosa, rítmica, y ahogaba cualquier otro sonido. -No más despejándome un poco. -contesté sin sospechar lo que estaba por comenzar. -¿y tú? -carraspeé esforzado por no dejar ver mi estado de turbación por el alcohol. Pero ella contestó con otra pregunta: - Dime, ¿Sabes qué día es hoy? -27 de marzo. -contesté yo. Entonces sonrió. Tenía los colmillos desproporcionados al resto de los dientes, y por un instante pensé que estaba en presencia de una mujer vampiro. En tal caso todo lo demás hacía sentido. Ante la ocurrencia no pude evitar echarme a reír. Ella continuaba observándome, su boca era ahora una curva imperturbada ante mi risa imprevista. -¿Y cómo te llamas? -pregunté recuperando el aire. -Veintisiete -contestó ella muy seria y yo tuve que llamar al barman para ganar tiempo y digerir la extraña situación. -¿Deseas uno? -dije levantando el vaso, orgulloso y viril, pero ella no se inmutó en contestarme. Lo único claro para mi era que ella haría las preguntas -¿Qué hacías hace dos días? -me interrogó con una voz diferente a la anterior, y cuando lo dijo, su mano larga y delgada resbaló hasta mi entrepierna. -No más trabajando. -dije nerviosamente mientras sentí con sorpresa que ella abría mi cremallera. Nunca antes una mujer me había hecho un avance tan desvergonzado. -¿y luego? preguntó con una articulación exagerada que no parecíó pertenecerle. Su mano subiendo y bajando detrás del mostrador. -¿Luego? luego no recuerdo. -contesté con una mueca alargada, mitad susto, mitad excitación. Traté de poner mi mano sobre la suya pero como si se tratase de una película de suspenso su mano imposible ahora estaba sobre la mesa. -Señorita... Veintisiete, -dije arreglándome el pantalón, ¿Se está burlando usted de mi? -Entonces clavó sus ojos en los míos, y juro que pude ver nítidamente mi triste reflejo en ellos. Un hombre solo, a falta de pista, medio mojigato, una arruga vertical surcándome la frente, la muletilla de un trago en una mano, la otra hecha un puño, las pupilas dilatadas, la víctima perfecta. -¿Igual que hoy? -insistió ella convertida nuevamente en holograma. -Igual que hoy -respondí yo, ahora lleno de sospechas. -¿y dos días antes de e..? -También -la interrumpí en seco. -No sé a dónde vas con todo esto. Mira, si lo que buscas es robarme, no cargo efectivo encima y... -Entonces la vi voltear el torso con el digno equilibrio de un gato, su cuello blanco quedó expuesto y pude ver en él, un extraño tatuaje redondo de lo que me pareció era un calendario antiguo. Pensé que se iría molesta pero inmediatamente sentí su mano de cristal acariciando mi cuello y su aliento de vino en mi oreja: ese peculiar olor a hembra o conjuro de progesterona que de alguna manera evoca empezando por tu madre a todas las mujeres que has amado. Y tal vez porque estaba entrado en tragos o porque ella era tan seductora no tuve la voluntad para moverme. -No vine por tu dinero. -Susurró imperturbada ante mi actitud. Y deslizó sobre el mostrador una tarjeta dorada cuyo epígrafe leía: Srta.Veintisiete. Entonces exhaló y juro que pude ver el peculiar hálito de su boca metérseme por dentro como un imposible guante de humo turbadoramente negro. Dio media vuelta y su cabello de maniquí me dio un coscorrón. Ligera, se echó ambas manos a los bolsillos y se fue balanceando las nalgas sobre unos tacones rojos demasiado estrechos; una correilla de estrás terminada en corazón enredada en cada tobillo.

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La Peste del mundo

La Peste del mundo

Antes que la sospechosa civilidad tocara esta tierra con cubiertos, pañuelos, letrinas, y el que debió ser el enorme trasero cagón del supuesto civilizador, los aborigenes defecaban, muy higiénicamente por supuesto, sepultando con tierra su caca. Y antes que ellos el primer cromañón, y antes que él, el Homo Erectus y todos sus antecesores. Sí, eso incluye el esqueleto de la sofisticada Lucy, porque la Lucy también cagó. Y antes que ella, hizo caca el simio, el mono, el reptil, el pez y hasta la membrana rugosa de la primera célula. Hasta el mismo Darwin cagó a diestra y siniestra de las Islas Tortola. Cagó el rey Louis XVI en su trono acompañándose para ello de su corte de príncipes y ministros y de todo aquel lo suficientemente honorable para asistir a su hora del baño. Defecaron Platón, Aristóteles y Sócrates, levantando sin más problemas su túnica en medio de sus concurridas charlas filosófales. Cagaron los ricos en sus vasijas de oro pintadas con el rostro de algún archirival. Cagaron los pobres muy modestamente en donde primero se les antojó; cagando y meando con sarcasmo hasta los jardines de los nobles. La gente se cagó en medio de la cena, en la habitación, enfrente de la visita, en la calle, sin problema, donde fuera.

De la mierda salimos y a la mierda vamos, pero se caga una pobre e inocente perra en alguna esquina baldía del piso de mármol y truena en maldiciones el mundo. Si hasta las mismas losetas tienen caca, las casas tienen caca, la tierra es 75% caca, el ser humano es potencialmente caca. Tenemos que vivir con y gracias a ella ¿Cuál es el conflicto?

Dos mil años antes de Cristo en la Isla de Creta, una princesa muy neurótica inventó el primer “toilet”, trastocando para siempre el flujo de la energía espiritual. Porque está claro que las energías confluyen, se contagian las manías, se piden prestado, se roban, se vengan y se pagan. Por esta ecuación espiritual fue que cuchucientos años después, ya en época de represión vejigo-intestinal, Leonardo Da Vinci redescubrió la nefasta invención. Mi madre debió ser familia de la complicada princesita cretense en alguna de sus encarnaciones –La casa huele a orines, a caca, a pupu, a pipi, a fo. Linchen a la perra por mear zonas marcadas. -¿De qué medievo salió esta mujer y por qué tuvo que ser mi madre?

Verá doctor, nunca he entendido esta sociedad, por eso enloquecí, por eso estoy aquí. Tras cientos de laxantes, decenas de hospitalizaciones a causa de mi estreñimiento y finalmente haber escupido caca por la boca comprendí que lo mejor para mí era internarme.

No pregunte tanto y déjeme culminar mi historia. Mi madre mató a mi perra a escobazos por hacer pupu y pipi dentro de la casa. Cuando sucedió yo tenia 13 años y había agotado todos mis recursos para entrenar al pobre animal. Cometí el error de dejarlo dentro de la casa, firmé en ello su sentencia de muerte. De eso hace hoy 15 años. Aún no logro superarlo. Igual que no supero mi sexualidad, ni mis obsesiones, ni mi comportamiento hacia un mundo en el cual me cago una y cien veces. ¿Se ha dado cuenta usted de que somos una contradicción ambulante? ¿De que nos hemos diferenciado de la naturaleza y apropiado de una razón que nos queda grande?

Hacemos casas encima de la tierra, sacamos vasijas del barro, creamos paredes con arena, todo, absolutamente todo lo sacamos del polvo y con el polvo la mierda, sin embargo lo detestamos. A ver, explíqueme eso y quedaré sanada. Durante años dedique 50% de mi día a sacar polvo de la casa, a trapear y a barrer. Inicialmente lo hacia al compás del mandato de mi déspota madre, luego vino lo peor, quedé contagiada con la obsesión insolente de la limpieza y reaccionaba a ella con la incapacitante capacidad de una autómata. Más adelante, cuando me hicieron la historia de aquellas arañitas siniestras y peludas ¿Le han hablado de ellas? Se llaman ácaros y viven de nuestras células muertas. Desde la primera vez que escuché hablar de ellas enfermé de asma. Se fija como todo encaja. Los animalillos viven de la mierda de nuestra piel, promueven enfermedades y son básicamente iradicables.

En alguna etapa de mi locura me ha parecido que lo de los ácaros ha sido mas que una invención del hombre para mantener a la mujer en el espacio de la casa. Es curioso que estos animalillos no hayan sido descubiertos hasta finales de los 30’s, en plena oleada feminista. Los hombres sabían que jamás podríamos superar lo de los ácaros y viviríamos prendidas de la escoba y del trapo, por eso se los han inventado. Pero bueno, no de mucha importancia a esto último que he dicho, es sólo la teoría de una loca al borde de la muerte por comemierda.

Comencé a hacer conexiones desquiciadas el día que leí que una cucharadita de semen diaria es sumamente nutritiva para la mujer. Jamás leí cosa similar de la menstruación o el flujo vaginal para el hombre. Bonito descubrimiento: ¿Sabía doctor que el hombre que se abstiene sexualmente tiene un riesgo desproporcionado de contraer cáncer de próstata, y que la mujer promiscua tiene exactamente el mismo riesgo, pero por la razón contraria?

Con polvo enloqueció Peter Pan y obsesionado por él quedó encerrado en el mundo de Nunca Jamás. Igual me sucedió a mí, sólo que yo nunca tuve una Wendy como Peter Pan porque me cago en la hora, me tocó ser mujer. Y las nenas no exploran su sexualidad, no se masturban, no se enamoran, eso caca, eso fo, eso da cáncer. Las nenas son como la Wendy de la historia y reprimen a todos los Peters de su camino, se estriñen y comen mierda, se niegan a aceptar los polvos mágicos y no se enamoran sino que se dejan enamorar y al final terminan viejas y amargadas, siendo visitadas esporádicamente por un joven y lozano Peter que curiosamente tiene mas edad que ellas pero aún tiene energía para saltar ofreciendo polvos a las niñas de ventana en ventana, con miedo de contraer cancer.

Suena el reloj alarma.

-Bien doctor, se ha acabado la hora, en nuestra próxima cita continuaré mis historias para que usted decida como diagnosticarme, ¿Por el momento qué ve en mi? ¿Cree que estoy loca? Si después de esta plática cree dentro de su ingenuidad que no lo estoy, deme unos minutos más para demostrarle con mi discurso que está errado. Y si aún eso me falla, no me quedará otro remedio que desnudarme y mamárselo hasta el cansancio, se lo mamaré tan fuerte y con tanta destreza que quedará sin palabra.
-El doctor sonríe.

-Acto seguido proseguiré a cagarme y mearme en su exquisito sofá de piel de camello.

-La sonrisa del doctor se pasma.

-Si al final no cree usted que soy yo una loca, puta y puerca, es que no estoy desquiciada, y me iré a recorrer el mundo llena de esperanza, pero sabe, dudo que no piense así, a usted como a mi madre y al resto de la gente, le gustan las perras, las casas y los traseros pero no soportan sus pestes.

Triángulos: Pepe desde la noche

Triángulos: Pepe desde la noche

Nota:
Esta es la última parte de una serie de tres cuentos cortos (estaba perdida, y finalmente la encontré) titulada: Triángulos. Las otras dos partes (María desde María, y Pilar desde la ventana) están guardadas bajo el tema: Mis cuentos.

La noche le cayó pesada, como un aplastante yunque encimando todos sus miembros; le cayó de golpe, dura, con el insolente “cri cri” de los grillos como música de fondo; le llegó como un muerto: terrible, grávido, eterno, ineludible, silencioso; sobre todo esto último: silencioso. Con forma de sábana enroscada en su cuello, asfixiante. Le llegó a destiempo, sin darle tiempo... y aquel aire circulando de los abanicos era de todo menos oxígeno: era iones cargados unos contra otros, recargados, jodidos de smog, rejodidos: aquello era polen, era ácaros, era pelusa, era polvo, era dióxido y plomo, pero no, aquél aire que penetraba sus pulmones como una masa abstracta y caliente no era oxígeno. Y esa humedad aglutinada en su espalda, era insomnio, era calor, era sebo con tentáculos de pulpo succionándole la piel, era acritud, era sal oxidándole la vida, no era sudor. Y la lentitud del dial del reloj, lo incómodo de la cama, la arena bajo los pies, el decrépito sarcasmo de su gesto despierto: era ganas, era ansiedad, era extrañar, era playa cuando se quiere ciudad. Y la mujer acostada a su lado: era María, era una cabellera larga color azabache, era su mejor amiga, a veces, un poco su madre, era veinte años de compañía, era costumbre tempestuosa, era seguridad, era miedo, era culpa, era amante, era María, María Mendoza, Maricositalinda de Pepe, María adorada, siempre María... pero no, no era Pilar. Por eso, la noche de hoy, le caía como un yunque.

De esdrújulos y escuchas

De esdrújulos y escuchas De esdrújulos y escuchas.
I

Poco sé de gramatica.
Poco, de complementos.
Poco, de puntos y comas.
Poco, de versos y métrica.
Sentir no acepta estéticas.
Tú, esdrújulo:
-¡Te saltaste una tilde, amor,
te saltaste una tilde!
(Y se me seca la tinta).

II

Yo te diré lo que buscas
pero antes escucha:
tu oído es oído,
no una extensión de tu boca.
Tu voz es voz
sólo cuando alguien la escucha.
Y el escucha, escucha,
sólo si tú lo escuchas.
Yo te diré lo que buscas
pero antes escucha:
“Escuchar no cuesta nada”.
(Y tú despistado: -¿Qué cosa?).

Asesinos

Asesinos Asesinos
Para Saúl, que en paz descanse.

Aquella canción arabesca
me remonto a tu regazo
de inciensos de canela
de olor a polvo y penumbra
en aquella recamara gris
de sábanas sucias y viejas.
Ay de tu risa y tus besos.
Ay de tu voz triste y dulce.
Ay de tu arte perverso.
Ay de aquel diario negro
en donde me retrataste a mí
con el nombre de una diosa.
Buge ce, buge ce,
Y me remonté hasta tus manos,
retorcidas y agrietadas
talladas en piedra de mármol.
de sabiduría ignorada
de perfección vulgar.
Aquel olor, aquellos dedos.
Aquella guitarra tuya.
Aquellas historias inéditas.
Aquellos cuentos de Allende
en donde te hallé desnudo
entre el amor y la sombra.
Aquel teclado vampiro
con que se te iban las horas.
Aquel Japón que atrapabas
entre animación y discos.
Aquella felicidad dolorosa
de frustrados: “nos queremos”.
Y lloré por ti y por mí
en los brazos de otro amante
con la mirada perdida
en tu mirada y tus labios
y el cinismo del recuerdo
tatuado sobre mi paz.
-Celeste Atreum. Tu Recuerdo.

El revolotear presuroso de señoronas rollizas, de traseros gigantescos aprisionado por licra multicolor y fajas indiscretas atrajo su atención. Aquel empeño de las señoras en apretarse las carnes con disfraces de verduras le encendió en una sonrisa el semblante. Observó un instante la sobriedad intermedia de su pantalón gris tormenta y la rigurosa discreción de su camisa negra de cuello de tortuga, echó una ojeada por sus tacones oscuros de tela sobria y opaca, asistidos por aquella carterita de mano tan introvertida y silenciosa que había comprado más que por impulso y moda, por amor a lo austero y simple y se sintió salida de un magazín blanco y negro de los años veintes. -Soy un extraterrestre ajeno a todo giro de la moda, –se dijo a sí misma, paseando su mirada por sobre aquel alboroto multicolor y yéndose a sentar sobre el regazo de un banco de Plaza las Americas. Su sonrisa se extinguió y se quedó como hipnotizada por los alegres rollos de carne vestidos de carnaval que iban y venían haciendo divagar su mente. Rojo, verde y amarillo eran los colores de la temporada. El licra y el spandex estaban pasé desde hacia mucho, pero igual la gente se los ponía, disfrazando su textura con dibujillos de frutas frescas y margaritas escandalosas. Urra por aquellos michelines de carnes mofongas tambaleantes a merced de estampados elásticos, pensó razonando que resultaba una manifestación espiritual eso de posicionar el color por encima de la forma. Acarició con curiosa discreción los suaves pellejos asomados sobre la cintura de su propio pantalón y se sintió miserable por no poseer el valor para vestirse ella también de fruta fosforescente. Volvió a mirar su atuendo salido de mentes daltónicas y por milésima vez en el día le recordó. -Que modelo de los años veinte ni que nada, soy una de las impresiones salida de los trabajos de Edgar Devas. Y se volvió a pellizcar el abdomen, absorta en un par de nalgas temblorosas, que tomaron la forma de dibujillos perversos sobre diarios de cuero negro. Comenzó a ver letras extenderse sobre las enormes curvas fruteras. Vio escrito en ellas poemas, secretos, quejas y complicidades. Comenzó a salir de ellas como si fuera un perturbador gas el sonido de una guitarra anciana ahogada por el uso, por la tristeza, la felicidad, la rabia y la pasión. Aquella guitarra harta de ser voz cantante y de traer las cuerdas despeinadas y la espalda tatuada con cursilerías de amantes. Ahí estaba, invocada por el poder de curvas en celulitis la peligrosa guitarra mujer Marilyn, cuantas veces no sintió celos del poder de seducción que poseía aquella guitarra despeluzada sobre los humores de su amante. Detrás de ella, entonando una melodía de Ricky Martin, lo vio a él, con sus dedos de granito, alargados, melodiosos, y aquellas facciones tan finas como de mujer fea. Como siempre andaba medio desnudo, vestido con aquella camisilla tan vieja que siempre pensó, muy bien pudo haber pertenecido a algún conquistador salido de los diarios de Colón. Dos orgullosas manchas de tinta se extendían sobre aquella reliquia de algodón haciéndole el coro a su imagen de pordiosero y un par de piernas blanquísimas, largas y bien formadas le elevaban al rango de ángel encubierto, ángel caído, tal vez salvador, que más daba.

-“Vuelve, que sin tí la vida se me va” – le escuchó tararear a coro con Marilin, carcajeándose por momentos en mofa a su propia voz, observando de reojo a la esbelta rubia despeinada en tacones y vestido, extendida sobre el suelo como un maniquí viviente que ajena a los ecos de su propia historia leía con el seño fruncido una novela de Allende. -“He intentado buscarte en otras personas” -Continuaba cantando, mientras ella lejana se dejaba ver los muslos, no por seducción, ni vanidad, sino por comodidad. -“No es igual, no es lo mismo, nos separa un abismo, ay vuelve...” -y ella le echó una mirada discreta, desconcentrada al fin por aquella vergüenza de entonación. –¿Por qué la obsesión por esa canción tan deprimente? -A lo que él respondió con una sonrisa misteriosa, y la mirada perdida entre los melodiosos cabellos de Marilyn. –Baila para mí, -le dijo al fin. Y ella se quedó tiesa. -“Anda, baila, quítate la ropa de a poquito y baila para mí, no hay nada que desee más en la vida”.- Un mar de carcajadas fue la respuesta que recibió de aquella mujer de cartón. -“Claro hombre, hazte de cuenta que ya bailé” -En una ocasión, venía yo muy tocado por el alcohol, -y recostado sobre la cama divisaste a aquella desnudista de carnes temblorosas y edad madura bailando con suma sensualidad al pie de tu guardarropa, -le interrumpió. –pues yo ni soy desnudista ni tengo las carnes ligeras, -replicó sonriente volviendo a posar sus ojos en el libro. –Te aprendes mis historias con gran rapidez. –Yo me aprendo cualquier cosa con gran rapidez. -Le dijo, y vio como él sin prestar demasiada atención a las palabras que ella acababa de pronunciar, se levantaba con suma agilidad del suelo y alimentaba con el disco de Nine Inch Nails un radio tan viejo como su camisilla manchada. Le vio hacer un suave gesto de placer al escuchar el sonido que comenzó a salir a borbotones de las pequeñas bocinas y bailar al son de “Closer (internal)” en gestos obscenos. -Yo tampoco soy desnudista, -le escuchó decir mientras se quitaba la ropa y se frotaba el sexo. -Y con placer te muestro mis carnes ligeras. -Ella sintió algo requebrarse en su pecho. Eran sus complicados valores de infancia mezclados con la vergüenza y el deseo. -Te prefiero dando alaridos. -Le dijo secamente, posando su mirada en una libreta de cuero negro ubicada al pie de la cama. -¿Crees que te convenga leerla? -¿Te conviene a ti? -Repostó ella arreglándose el cabello en una dona. –Eso depende de ti. -Y ella le dedicó una mirada traviesa levantándose de entre el polvo de aquel piso manchado para descubrir la respuesta. -¿Tu diario? –diario, sueños, poesías, mentiras, dibujos, listas de compras, hay de todo un poco aquí. -¿Estoy yo? –Estas en forma de sueños, pero tal vez no te reconocerías. -Y ella alargó la mano con la intención de descubrir los secretos de su amante, solo para toparse con la mano inhibidora de él. –Es mejor que no lo hagas. -¿Por qué no? Quiero conocer todo lo que ocurre detrás de la mente tuya. –No, en realidad solo quieres comprobar si existen los príncipes azules. -Le contestó él, abandonando el cuarto por unos instantes y regresando con las manos vacías. -Si quieres la respuesta Celeste, no necesitas buscarla en mi diario, yo mismo te la puedo decir. La realidad tal vez triste para ti es que no es así. Los príncipes azules solo existen en los cuentos de hada. Yo soy un hombre real, de carne y hueso. Allí, entre las paginas de ese diario, contrario a lo que tu desearías, no hallarías poemas dedicados a tu belleza, ni odas a tus grandes ojos azules, solo encontraras trazos de mi soledad, de mis pecados, que para mi no lo son, pedazos de mi verdad, que es la única que conozco ¿entiendes? -Ella se quedó fría, su rostro no demostraba signos de pasión pero un par de lagrimas bajo por sus mejillas, entendía perfectamente lo que su amante había querido decirle, esta no era la primera vez que tocaban el tema, los seres humanos habían nacido libres, libres para conocer otras personas, libres para amar coño Celeste, que amar es lo mas grande y mas enaltecedor que nos da la vida, estamos hechos para todos y para nadie, nuestra mente es perversa y sexual si le permitimos serlo. Y si vemos mas allá, no lo es, pues la perversión es una creación inhibidora del hombre sobre la cual se sostienen fines socio-económicos. -Sintió que algo nuevamente se quebraba en su pecho y no pudo hacer mas que respirar hondo y limpiarse la vergüenza sobre sus mejillas. –Coño mi amor, perdóname, ¿Cómo es que siempre te hiero tanto? Tengo veneno en la lengua, no llores mi amor, no llores. Que ante todo te amo, tal vez no como aman los príncipes azules, pero te amo como aman los hombres que no tienen miedo de descubrir su naturaleza, como descubrirías que me amas tú, si no tuvieras miedo de experimentarte tal como eres y reconocer que es hermoso.

Poco a poco el sonido se fue haciendo lejano, y el par de nalgas en brillo volvió a tomar forma de persona y se alejo con sus reminiscencias entre un revuelo niños, mujeres y bolsas. -¿Todo bien Celeste? –escuchó que la saludaban. -Muy bien, -respondió avergonzada por la indiscreción altiva de su mirada viajera. -¿Cómo están esas ventas? -le pregunto palmeando su hombro el hombrecillo de rojo. -Algo lentas. -Respondió como quien recita un poema de memoria. -¿Estás bien? -Quiso saber como todos los días a la misma hora él, mirándola con una sonrisa tan amplia que Celeste se preguntó como no se le secaban en hipocresía las cuencas de la boca. Reaccionó rápidamente con una mirada complaciente y un efusivo “claro”, observando de reojo las caricaturas perrunas en la corbata de su amigo, que manía la de alguna gente de querer convertir a sus allegados en payaso de sonrisa de circo. Que intolerancia a la seriedad, a lo neutral, a lo real, que intolerancia a la vida, pensó. -a ver mujer, échate una sonrisita, que mujeres tan bellas no deben andar serias, -y ella se imaginó, ovillada, bajándose los pantalones y la ropa interior, abriéndose con ambas manos el trasero y dejando al descubierto el circulo rubicundo se su ano, para echarse un apestoso gas en sus narices, ¿que tan bella te parezco ahora, no sabes que la realidad no es perfecta y que la perfección que pretende serlo limita y por ello tampoco lo es?, hubiese querido refutarle, mas se conformó con cortarle con una sonrisa complaciente y un político: -¿Y qué, como vez el movimiento en tu tienda? –a paso lento pero seguro, -le contesto con una mano en la cintura y otra sobre la quijada. -Eso último es lo que reconforta, -añadió ella. -Venga Celeste, deja la tragedia que a ti te va mejor que a mí, -y ella volvió a sonreír, levantándose del banco y arreglándose la camisa en gesto incomodo, -Suerte, Optimo, que vendas mucho,
–culminó, dejándose perder entre la gente.

“Si algún día tus dos ojos se pasearan inocentes, por las letras blanco / negro, de mi solitaria mente, tu corazón noble y niño, cambiaria para siempre con el puñal de mis vicios, clavado sobre su suerte, y no entenderías que te amo y no hallarías conexión, entre el hombre que te muestro, y el hombre que soy Por eso amor, si por novata, pretendieras descifrarme, como yo quise una vez y te aventuraras sigilosa, por los pliegues de mi ser, encontrarías penuria, hallarías confusión, y te perderías auscultando las sombras de mi corazón. Y cuestionarías los nombres, y cuestionarías los fantasmas, y me odiarías por amarte de la forma en que lo hago”. -¿Es un poema?, -No. -¿Por qué entonces la rima? –No sé. Así salió –A la verdad que leyendo esto me doy cuenta que el que vive en un cuento eres tú, tu vida es una canción de Arjona, yo no te tengo miedo Saúl, que es lo que te crees, el gusano en la manzana o algo así. –replicó ella, observando absorta el dibujo en carboncillo de una mujer ovillada, con el trasero expuesto sin ningún tipo de pudor. -¿Y esto? –¿Y esto qué? -¿Este dibujo, que significa? –No significa nada Celeste, es mi mujer, es la desnudista danzante. -¡Ho, claro, como no me he dado cuenta antes, si es tu mujer! -Ay Celeste por favor, no seas infantil. –Y porque tantos dibujos de ella chico, la desnudista ovillada, la desnudista durmiendo a pierna suelta, la desnudista tocándose la potoroca, la desnudista hasta en la sopa carajo. -¿Estas saliendo con otra mujer Saúl? –No. -¿Me amas? –¿Cómo dejar de hacerlo? -¿Me deseas? –Por favor Celeste, bien sabes que me vuelves loco. -¿Por qué entonces veo en este diario tanto dibujo de vieja vulgar chico? ¿Por qué es que no me veo a mí? –Celeste ovillada, Celeste tocándose, Celeste suplicante de deseo acostada en zancadas, eso si que estaría gracioso, a ti hay que pintarte leyendo libros o tal vez meditando en un bosque con dos alas saliéndote de la espalda, no haciendo pornografía. –Vaya, ¿Piensas en ella cuando me haces el amor a mí, piensas en la desnudista danzante? –Celeste por favor, no preguntes lo que no estas preparada para escuchar. –Por lo visto es así, por Dios Saúl que no me amas. -¿Y tu Celestica, cuando estas a punto de alcanzar el éxtasis, estas aquí en la tierra, estas junto a mí, cumples del todo el papel de la princesa del cuento?

-¿Esta pieza es original?, -Favergé traído de Rusia. –Contestó Celeste, reconociendo en aquel rostro y en aquel cuerpo de mujer madura una traición conocida.

No existe la felicidad ni la infelicidad dentro de la eternidad, lo que existe es un punto intermedio, hombre, que de vez en cuando nos congraciemos en risas o nos sintamos deshidratar por llanto, cierto, pero de ahí a afirmar que es posible vivir en felicilandia o que es natural vivir en el país de la desgracia siempre hay un paso muy grande. Lewis Carroll era un hombre sabio. Como me enferman los que sonríen por compromiso y no se dan espacio para más, porque hay que estar positivos, porque no podemos dejar que nadie nos vea la boca de puchero, a ver coño y para que, si te estas limitando tu mismo, si no te haz permitido conocer tus reacciones reales. Ay Celestica, ni me hables de los llorones, que si hace un calor de la puta madre, que si tengo mas deudas que vida, que si estoy gordo, que si el marido me ha puesto los cuernos con una chica mas joven y ay que no puedo vivir más, las causas externas dominan mi existencia, ay de mi que soy la victima... Coño Celeste que dan ganas de ponerles fin a su miseria.

Y Celeste sonrió de forma torcida, entre recuerdos quebró el cristal entre sus manos y pintó de rojo su dolor, expiándolo con su sangre. Nunca supo que sucedió con aquella última cliente de carnes ligeras y gesto sorprendido, por que se perdió en el recuerdo y ya no quiso regresar. Saúl la extraña, la va a ver cada día al sanatorio mental, donde ella lo recibe sin verlo, con el gesto vacío de señales y sin más habla que dibujos que calientan a los médicos y cuentos sobre inocentes princesas traicionadas por rufianes. Enseña los muslos por vanidad y se le olvida abrocharse algún que otro botón cuando camina por los pasillos del hospital en presencia de Saúl. En las noches desaparece de su habitación. Nadie sabe a donde va. Un paciente judío pidió a su familia que lo cambiaran de institución mental porque el seductor demonio de Lillith se le aparece por las noches desnudo y lo tienta a pecar. Recientemente hubo en el hospital un brote de extraños chancros y aftas en la boca. Lo último que dibujó Saúl, fue a la desnudista muerta.

Triángulos: Carta de Pepe a Pilar

Triángulos: Carta de Pepe a Pilar ***Aportación de mi amigo Max de Sastre***
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Querida Pilar, hoy tampoco. Ya sé del luto de tus dedos, y del olor a pan... Pero yo apenas puedo vivir así bajo los ojos de María. Somos un accidente en la línea regular de nuestra desesperación invisible. Y somos invisibles, como el desaliento. No puedo seguir así. María borra de mi boca la perplejidad en que me sume tu recuerdo y tu borras de mis manos la memoria de su cuerpo. Pero algo se me ha roto esta mañana cuando María se ha sentado en mi regazo, algo se ha roto cuando me ha besado y ha borrado los archivos fingidos de mi memoria. La realidad ha irrumpido en mi rutina a través de sus ojos y ha iluminado zonas de penumbra donde jamás ponía mi vista. Ciego vivía a causa de lo prioritario, olvidando lo más importante. Hoy he recordado el cuello de María y he visto sus manos cansadas. No sé por qué, detrás de todas las evidencias de la devastación, hoy he visto lo que queda de María. Todavía esta ahí. Detrás del gesto aburrido, debajo del rizo descuidado, sobre su cuello melancólico, bajo sus cejas recortadas, entre las arrugas que empiezan a rodear sus ojos, entre sus pestañas, en el fondo de ese mar que tiene en la mirada, hoy he visto a la niña que me enamoró. Hoy he visto que María todavía está ahí. Yo pensé que se había marchado y sólo quedaba de ella una especie de espectro desaliñado. Pero no. Ella está todavía ahí. No sé si se oculta queriendo ser otra, no sé si son los años los que borran. Pero sí sé que ella no se había ido, como creí. Tal vez yo sí me había perdido entre mis obsesiones y mis prioridades vanas. El ausente era yo. Pero ahora vuelo, ahora regreso al mismo sitio donde estoy para reencontrarme con ella. Querida Pilar. No puede ser. Lo nuestro es más imposible que lo nuestro.

Pepe.

Triángulos: Pilar, desde la ventana

Triángulos: Pilar, desde la ventana Pilar, desde la ventana

Pilar mira por la ventana: el murito de ladrillos destartalado parapetado en el medio de su propiedad no se sabe bien con qué propósito; las palmas reales enanas pintadas a la mitad; los helechos desdoblados que ya nadie riega; Lolita como un acordeón de orejas de hojas de panapén persiguiendo al mismo gato amarillo de cola abultada y uñas de infección; el alto portón: maldito portón cerrado, siempre cerrado, blanco, descascarado; la vecina que le grita a su hijo que no meta alambres por el enchufe; el chiquillo del diario que en lugar de en bicicleta, ahora llega en auto; el reloj, el reloj que anuncia que en tres horas debe estar en su oficina; los pájaros grisáceos de pechos amarillos cantando lo mismo de siempre sin ton ni son; el café humeante que no acaba de colarse; el olor a malagueta del Superior 70 en su frente; el alcanfor en su pecho; las flemas de las mañanas, las mismas flemas de siempre; el pañuelo blanco en su nariz; el: “Paola, acaba y despierta”, el: “ay mami deja ya”, el golpe seco: ese mismo sonido rotundo de todas las mañanas haciendo eco en las piernas de la niña de don Julio y doña Lucy: “por malcriada”, y el “Bua...”, y el “run run” del carro de don Julio, que parece ansiar que den las 4:00 de la madrugada cada día para largarse del panorama, y Pepe. Pepe que no llega, Pepe que no está, Pepe que es un sueño que se sueña en primavera, o en verano, o en otoño, pero nunca en navidad; un sueño matutino o vespertino: jamás nocturno, pero bueno, Pepe al fin, Pepe como es, Pepe que se aparece como una fiebre cuando quiere y cuando puede y si lo dejan... y el calendario anuncia septiembre y falta mucho para diciembre; y Pilar, Pilar sonríe mientras busca sin suerte a Pepe desde la ventana apolillada del deseo de dos viernes de luto dactilar, y se piensa abrazándolo con sus delgadas manos; lo piensa ahora: así, a medio desayuno, a tostada en mano, mientras resbala la mantequilla blanca por el pan de hogaza que huele a fuego, a carbón, a Pepe que con el dedo índice le va soltando con pericia uno a uno los botones de su camisa de algodón; sí, le huele al pan de ese hombre que la besa, la acorrala, la mima, la huele, la estruja y al rato le pasa la plancha con besos de mermelada: así, ella casi lo siente, desde sus manos pequeñas y rosadas, mientras arranca medio ida un pedazo del pan untado en mantequilla; ávida por comerse ese olor que la encandela: el pedazo resbala y cae a merced de la nariz de su Lola que llega de sopetón, olfateando torpemente y engullendo el pedazo de pan sin dar tiempo para más. Y Pilar, Pilar ríe y despierta y acaricia las orejas de su Lola: casi feliz: –¿Te gustó, Lolita, mi Pepe?-, pero en realidad, extraña; melancólica, a cariños para perro, estos días, Pilar, extraña; porque es miércoles 3 de septiembre, faltan sólo tres horas para que inicie el “modo automático” de su día en la imprenta y el maldito portón continua cerrado.

Triángulos: María desde María

Triángulos: María desde María María, desde María

Despertar, estrujarse los ojos, sonreír sin saberse, aferrarse a las sábanas que cantan canciones de cuna para engañar a los relojes, escuchar el grito de guerra del: “Buenos días América, son las 6:20 de la madrugada”, bostezar, dar un manoplazo al radio-reloj, aplazar lo inaplazable, acomodarse de lado; palparse los dedos, los brazos, los hombros, el cuello, y llegar hasta el cabello con un toque ligero: -¿Estas despierta María?-. Y ejercitar los pulmones con un suspiro dilatado que acelere los latidos dormidos; y respirar, respirar profundo porque el sueño es insistente y cierra los ojos con un vago ensueño de abuela y dice al oído que soñar es más bonito, y los sábados son días para gozar del sueño: -¿Soñamos María?-. “En breve las noticias en caliente”, otro manoplazo: cortar el sueño de tajo, y llevar hasta sus confines las cuencas de los ojos, y no, los sábados son días para tener los ojos bien abiertos.

Pie al suelo: sentir las losetas de textura de vajilla recién pulida; acomodarse el tirante del camisón; arreglarse la braga que anoche nadie quitó; caminar hasta el espejo, mirarse la María de hoy; acomodarse el rizo descarriado atrincherado justo en la frente, reconocer la nariz colorada, el cuello alto de gata: -sí, María, siempre has tenido cuello de gata egipcia-, sonreír orgullosa y acallar con mordazas de pepino las arruguitas que comienzan a asomarse por las comisuras de sus ojos; y lavarse con un frío baño las marcas que deja el abrazo de las sábanas: latigazos de humor negro: -inmisericordes sábanas-.

Y preparar el desayuno: -¿huevos Pepe?-. -Avena con café-. Y recorrer la sala, los pasillos y los baños con “spray” para matar los gérmenes, abrazar a su marido que lee el diario y alza los ojos al verla con gesto incierto y sonrisa de material de archivo, mimarlo, sentarse en su regazo, empujarle un beso mentolado hasta remendarle la sonrisa; tratar que toque, que sienta, que vea el cuello egipcio, y seguir el guión de los sábados: ¿los cristales o las ventanas? Y soñar, soñar que sueña mientras sirve el desayuno, saca la basura y barre la arena que nunca se acaba. Soñar que inventa, que exagera, que Pepe no ha cambiado en nada, que don Julio, el taxista, inventa cosas, que es el trabajo, si, el trabajo, el que tiene a Pepe tan estresado. Soñar que no hay otra.

Soñar, con dolor.

El tímpano de Dios

El tímpano de Dios

Aquel que coño se habrá creído. Mira que andarme mirando de esa manera. Que no se ha dado cuenta que yo soy una mujer decente y que a las mujeres decentes no se les mira el culo. Ay Virgen santísima pero que fea esta la mujercita esa. Parece un palo con peluca. La pobre es todo pelo y esqueleto. Y con el maridito que trae. Si parece que se le fuera a caer el dedo por el pedrejón que le han puesto de sortija. Total. A lo mejor ni es de verdad. Pero con la pinta de billete que trae el tipo y con la sedita que luce la mona, de seguro si lo es. Hola Galán, no te ocupes, se puede entender que mires pal’ lao en tus circunstancias. Ay Virgencita del alma horita la mona clenca me deja la manopla de brillantes que tiene por sortija anclada en la frente y éste y sus tenis de oro ni se dan por aludidos. Y tu Barbie de que concurso de belleza saliste pa’ andarte mirando a uno de la cabeza a los pies. Me has de estar mirando los zapatos, de seguro te conoces el especial en el que me los saqué. ¡Pero bueno mujer! Preocúpate de las lentejuela rosadas que luce el volante de la camisa de payaso que te pusiste con aires de modelito esta mañana y deja de mirarme las uñas de los pies. Sí Barbie. No me las he pintado. Tú no eres ningún billetito nuevo tampoco para andarte de comemierda. ¡Descará! Encima me sonríes. ¡Hola lindura del libro! Tan solito sentao en ese banco. Hay que joderse. Zona de fisgones. Mamichula la madre que te parió so irrespetuoso. A ver si te entretienes mirándole el culo a tu abuela. Y con lo gorda que estoy, horita no va a ver mucha diferencia entre tu abuela y yo. Que zapatitos tan monos esos en la vitrina. Tenían que ser de esta tienda que es tan cara y yo sin el capital. Si mijito no te apures que si me hostigas desde ahora no te voy a comprar na’ ¿Y a Madame Bovauri, quién le dijo que ese peinado le quedaba bien? Hay que ver como la gente se autodestruye con ciertas modas, como diría Junito. Mal peinada es como voy a dejar a Luz la próxima vez que la vea. Desgraciá. Mira que andarse metiendo en mi vida y andar sembrando cizaña entre Junito y yo. ¡Claro! Si ha vivido to’ la vida enamorá de él. Se acabó Maritere, de ahora en adelante no mas amiguitas de confianza. Escriben tu diario y después se lo publican a tu novio. Coño. Si hoy día no hay gente decente. Y yo tan boba que no le dije tres insultos cuando la vi almorzando con Junito el otro día en el hospital. -Le estaba contando a Junito que te regañe, estas muy terrible amiguita. Es peligroso que salgas sola en las noches. -¡Ay si casi escucho su vocecita de mosca perturbada! ¿Qué se debe estar pensando Junito ahora de mí? Qué salgo todas las noches sola. Amiguita de mierda que me gasto. Si no fuera porque Junito es tan pendejo ya me hubiese dejado por culpa de ella. De que se amargó con el comentario se amargó. -¿Ah si Mari, y que salidas son esas? -Y yo con un taco explicatorio. Coño Mari porque siempre te sale tan feo mentir. Tienes que ser natural, lucir segura, no tartamudear con un -Es que tuve que salir de emergencia el otro día a consolar a Yoelis al bar.-- A Luz le preocupó que te fuera a suceder algo. -Ganas es lo que tiene la descará de que me pase algo y le deje el camino libre con Junito. Si no fuera porque no soy celosa, hace rato le hubiese puesto un “pare” a la relación amistosita que sostienen. ¿Y esos abrazos que se dan? ¿De que peliculita norteamericana de libertinos se los sacaron? Ay Barbie, tú y tus brillos de nuevo. Ese cuerpo no te lo vi horita. Y yo con estos chichos que he echado. Mas me vale ponerme al día. No mas dulces, no mas cochifritos. Solo faltaba que la patiflaca de Luz me quite el puesto. ¡Eso es Maritere! Si ya el problema con Junito esta resuelto. Esta noche, cuando Junito te llame, te vas a poner celosa de Luz: eso si te llama, porque como están las cosas es capaz que ni lo hace. Claro que me va a llamar si esta loquísimo por mí. Cuando lo haga le voy a formar una escena de celos. Junito tiene que saber que la patiflaca hizo ese comentario para jodernos la vida a ambos porque esta enamorá de él. ¡Tan hija de la Gran puta, tan mamona, tan mosquita muerta! Cálmate Mari que te me pones colorada y aquí en la tienda se van a pensar que estas al borde de un ataque cardiaco o que eres loca. Y tu muchacho, horita era que me hostigabas y ahora que la mona con peluca es más importante que yo. Ay Dios mío, me voy que no puedo soportar este espectáculo. Este hombre tan galante para tan horrenda mujer. Ay Maritere pero tú si que eres mala. ¿Y qué culpa tiene la mona de ser fea, esquelética y haberse llevado el premio del tipo que tiene al lado? Esta sonrisa que te echo monita es de disculpas, porque soy mala y capaz que por eso Dios me manda la maldición de que me quede yo sin Junito y se lo regale al hueso de Luz ahora que se confabulan mis chichos para hacer propicia la situación. Ay monita de seda y todavía me respondes con sonrisas la hipocresía. Que vergüenza la mía chica, yo mirándote al marido y tú tan cordial.

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Y esta gorda que me sonríe, que mosca le habrá picado. ¿Será lesbiana acaso? No me quita los ojos de encima desde que entró al mall. Parecería que me está persiguiendo. Hoy día la gente está tan loca y liberada que no me extrañaría nada que así fuera. La pobre tiene una cara de pervertida.

-La chica de negro no cesa de mirarme.

Y a ti quien te va a mirar hoy chico con lo desgarbado que has venido al mall. Siempre tan mal puesto hombre. Te miran los empleados si acaso con miedo de que te robes algo.

-No la veo mirar a nadie Alberto, ya deja la paranoia, siempre piensas que el mundo te observa.

El silencio cotidiano, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. 10... habla Alberto, di algo por Dios, aunque sea quéjate por la manera en que te trato. Es desesperante tener conversaciones de dos oraciones. Siempre es lo mismo y ya me estoy cansando... muy ocupado en advertir cien cosas, pero ni siquiera se ha fijado en el traje de seda que me compré para complacerlo en su fantasía de lady in silk. A la verdad que la gorda del trasero cuneiforme es persistente. No me gustan las mujeres, lee mi mirada. No seas tan severa Sofía, la pobre a lo mejor te admira. El que admira es porque mira y el que mira mucho es porque tarde o temprano desea tocar. Ay Sofía a la verdad es que tienes esa mente enferma. Enferma me tiene Alberto, como veo la cosa tampoco habrá espacio para fijarse en la ropa íntima combinada con los zapatos de tacón alto que me tarde tres días en escoger y el se tardó un minuto en sabotear con su Rodman look y su cara de cansancio. Tal vez la lesbiana de negro sea mas agradecida que él. Los pervertidos siempre lo son. Ay... pervertidos como Julio... Basta Sofi que tú eres una mujer casada y capaz que después se te zafa su nombre. Y tu Alberto porque me miras tan extraño, tal parecería que leyeras mi mirada. Que mucho se tarda este chico en traer un par de zapatos. Por eso detesto esta tienda, el servicio es muy malo y te das con cada gente. Que peinado tan mono trae la cajera. Se parece al que me hizo una vez Michael, le voy a tener que decir que me lo repita en mi próxima cita. ¿Me dijo lunes o martes? Contra Sofía donde tienes la cabeza. Pero este Michael también tiene la culpa de mis despistes, me trae loca cambiándome las fechas. Si le tengo dicho que me reserve las mañanas de los miércoles y los domingos, cual es su empeño en complicarme. Voy a tener que hablar seriamente con él, peinarme no es lo único que tengo que hacer en la vida. El cambia cambia suyo me tiene la semana en tres y dos.

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Muchacho acaba y tráele los zapatos a Sofía que mi mujer tiene de todo menos buen carácter. Tiene un geniecito la estrella de cine. Pero para una piedra un martillo. Alguien le tiene que poner fin a sus despilfarros, últimamente no hace más que gastar y gastar. Esta bien que se dé sus lujos pero no que sea prodiga. Pelo, uñas, zapatos, masajes, ropa y faciales es en lo único que piensa. ¿Juan habrá cerrado la cuenta ya? Mira que si nos vuelve a fallar no sé si pueda salvarlo. Felipe ya me advirtió, si el chico no da el grado vamos a tener que prescindir de sus servicios. Caramba, este Felipe nunca tuvo 25 años, ¿Habrá nacido con canas de sabiduría el César?. Te quedan horrendos los zapatos Sofía, por favor no me digas que no lo vez. Tanto precio para tan extravagante trafaleria. Claro que se dan el lujo los diseñadores de tan ridículo trabajo, siempre hay alguna Sofía dispuesta a quebrar al marido.

-Porque no te mides estos, me parecen un poco más sobrios, mas finos, mas...

-¿del montón?

-No querida, lo que pasa es que me parece que combinan mejor con tu guardarropa.

-Por eso Alberto, te parecen más del montón. Tráeme estos también. A mi marido le han gustado y no hay porque no complacerle.

Me cago en ti Sofía, siempre tan mordaz e inconsciente. Carimba. Me he salvado con esta chica tan horrenda que no cesa de mirarme. Carajo está bien. Le pido perdón al universo por haberme vestido tan ridículo hoy. Sofia tenía razón, debí haberle hecho caso esta mañana. Necesito salir de este lugar, me siento el hazme reír. Todo esta bien Sofía, tu sigue pidiendo zapatitos con pintas rosadas que para eso somos millonarios. ¿Y tú, amigo, que le vez a mi mujer? Mírale las piernas a tu madre. Como está el país de podrido, ven a una mujer guapa y ya le quieren caer encima a ella y al marido. Esto es Sodoma, Juan cierra el trato por Dios que no quiero tener que despedirte. Hazlo por tu padre. Que a su vez me pidió lo hiciera por ti. Mujerzota de negro, deja ya de hacer juicio de mis fachas. ¿Y esta rubia de que carnaval se sacó las lentejuelas?

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Hmm. Nos encontramos de nuevo chica en piel ¿En donde habrás comprado esos zapatos? Tu tan guapa y yo tan sola. Deja de mirarme viejo verde, estas acompañado por Medusa y a mí me gustan las mujeres.

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Y se confundieron las voces en una maraña gris que sólo Dios, por ser Dios esta apto a escuchar. Por eso no creo en adivinanzas ni en sueños, ni en brujerías ni psíquicos. Primero sordo que loco. Junito relájate. Junito no escuches. Junito ignora y vuelve a tu siesta sin llamar a Mari no vaya a ser que el sonido del empleado incompetente de una tienda de zapatos te obligue a a la paranoia de creerte tus sueños. ¿Qué dirá Luz de todo esto? Que estoy chiflado, y que en las noches autojustifico mis actos. Luz tan psicóloga, Luz tan fácil, maldita Luz, pobre de Mari. No no se me cierren ojos. Debo analizar todo esto antes de que se me olvide... que ricas se sienten las sábanas frías sobre mis cálidos pies. Horita lo analizas, después de todo, estas muy cansado y la tarde es larga. Mari Mari estoy obsesionado contigo, me quitas la calma Mari. Mari no me dejes. Mari no te vayas a bailar más en las noches. Mari no lo mires. Mari no me engañes. Mari no te enceles aunque tengas razón. Luz no me hables de ella. Luz no me busques, Luz no me muestres el comienzo de tus senos. Luz traes el botón suelto. No seas indecente Luz. Luz no existas. Senos expuestos no existan. Dios no existas. Mari no pienses. Junito vive tranquilo, todo fue una pesadilla Junito, cierra los ojos, olvida, perdona y duerme.

El ejecutor

El ejecutor Perseguía.

Víktor Faikenblat llevaba dieciocho días y trece horas midiendo, estudiando, observando: de estratega; más, de ejecutor cuidadoso, de guantes blancos, sigiloso, sin dejar ni a sol ni a sombra, pero, entre ambos. Esta vez el blanco de su dedicación se llamaba, Ana Rosa, y se apellidaba, Rosa; dulcísimo detalle la cacofonía que provocaba en ella, ese, su apellido, aunque no así de dulce su corriente genealogía; "Rosa" era un apellido sin historia, ordinario, híbrido; cosa que lo desalentaba en su empresa romántica. Sin embargo, la flor, -como prefería Viktor llamar a Ana Rosa-, compensaba aquella falta de abolengo con la cualidad de excelencia que exudaba su piel cobriza de reina antillana y la calidad sin igual de su cabello indio, dócil, como un mar de castañas planchado sobre su espalda de Partenón. La flor, era la excepción al buen gusto: llevaba con escandalosa elegancia las peores trafalerías; en ella se refinaba la arrabalería de una zirconia en la nariz, y se mitificaba el horror de un lunar rojo a mitad de la pantorrilla. Aquella mujer era una controversia, una rosa gris, nacida de un pámpano, un buen par de labios finos, rojos, húmedos, de ángel y unos ojos que eran dos lunas gigantescas, de sombrilla, oblongas, rubias, aunque bueno, Víktor Faikenblat nunca se los había podido escrutar bien, porque la flor era de las que bajaban los ojos ante cualquier provocación de hombre, cosa que era buena para Víktor, facilitaba sus planes, lo volvía a él, invisible; y a ella, una casa abierta, toda llena de tesoros, de luces encendidas; y él, su noche, obscura, siniestra, reinventándola: le cambiaría el apellido a "De la Rosa", que era más sofisticado, y algo más, pero bueno, ya habría tiempo para mirarle los ojos a la flor, para cambiarle el nombre, para admirar el envalentonado lunar rojo, ahora era tiempo de investigación: quienes la frecuentan, cuándo se queda sola, qué come, este detalle era importantísimo, lo excitaba, qué comía, cómo comía, a qué hora, que cara ponía al echarse con aquellos dedos de uñas cortas algo a la boca: ahora que lo pensaba, nunca la había visto comer, la flor parecía ser como los pájaros más frágiles, solitarios en estos menesteres, de estómago delicado, Víktor Faikenblat tendría que dormir en su tejado, a expensas del mal tiempo, debería colgarse de los aleros de su casa como los murciélagos y esperar paciente si quería verla probar siquiera agua: entonces, el líquido, o lo que fuese, bajaría por su delgada garganta y aquello sería sublime, a ella le gotearía saliva la boca, haría un leve gesto femenil con los labios, él tendría una estupenda erección, se le pondría la piel de gallina: los bellos de su barba en pie de guerra lacerarían su piel; se le haría imposible la amenaza del orgasmo, tendría que masturbarse y luego el ruido; y los vecinos: escopeta en mano; y la flor, cerrando todas las ventanas, pajarillo asustado, pasando todos los pestillos; Ana Rosa De la Rosa, cada vez más lejos, y sus dedos de alfeñique ahogando los botones del teléfono con quejidos de susto: -policía, policía-. Y llegarían los uniformados, y Víktor recibiría la paliza de otras veces, y finalmente, la flor-ángel, quedaría fuera de alcance: aquello no podía ser. Debía tener cuidado, recordar a la numero 34, sufrir en la memoria sus cabellos azabache pidiendo a gritos ser tocados, la piel de bizqué, el cuerpo redondo, la policía alemana entrando en escena y la número 34, triste, tristísima, gritando: "Es él, es él", pero en el fondo, y como todas las otras -y esto era lo que más le dolía a Víktor Faikenblat-, esperando la embestida final; paciente al último acto, las piernas de leche, devotas, entregadas a él; y las esposas en sus manos, el crimen de la impotencia, y 34, defraudada, tan enamorada, esperándolo aún, en algún lugar de Alemania con sus piernas aún abiertas, su cabello negro derramado sobre sus grandes pechos de amazona, una mueca de ansiedad, parecida a la que exhibía él, ahora que la recordaba: exilado, escondido, escapado, lejos, lejisimo, en medio del Caribe, con un español forzado y con una erección dolorosa, y era todo a causa de ella, pero bueno, hoy no era un buen día para recordar a la número 34, hoy era un día para poner empeño en la número 105. En observar el bamboleo de su camisa blanca sobre sus suaves formas: ¿Adónde iba hoy? ¿Por qué llevaba tanta prisa? Casi se podía apreciar la piel de aquella espalda broncínea, si tan sólo se estuviera quieta: ¿Cómo era que jamás le había logrado ver la parte alta de la espalda? Aquel pelo indio eternamente derramado sobre ella le impedía... Y lo miro. De la Rosa, volteó su cara, circunspecta, y le dio una mirada cautelosa, respingada, avispada, extrañamente oscura, ajena. Se nubló el cielo, sopló el viento, el cabello indio, acróbata, se columpió, hizo una graciosa pirueta, y cayó sobre sus hombros geométricos, dejando al desnudo el vivo tatuaje de algo que no se entendía bien: ¿Eran un par de aves? ¿Un par de alas negras? ¿eran formas sin más? ¿Qué era? Algo refinado sin duda, lo llevaba ella, y Viktor sintió la excitación de la duda subiéndole por las piernas, circulándole hasta las manos, sonrojándole la cara, vino la oscuridad a nublarle la conciencia, se esforzó por no caer, esta no era la primera vez que sufría un mareo repentino a causa de la excitación, se apoyó del mirador de "Heavenly" unos segundos, rogó a Dios para que todo pasara rápido, rogó a Dios.

Para cuando abrió los ojos la flor se había marchado: ¿Adónde?, una punzada en la sien y ya no importaba, ya habría tiempo para acecharla, de repente se sentía muy mal, cansado, viejo, se movilizó hasta su casa, arremetió ansioso contra el picaporte, necesitaba dormir, abrió la puerta y por primera vez le molestó el desorden, las fotos empapelando de números con sonrisas apagadas sus paredes. Le dio nauseas el olor a morfina, los periódicos en el suelo, las tijeras, las latas de comida, las malditas bolsas negras llenas de basura de meses, goteando hormigas enfiladas hacia él; -Por Dios, Viktor eres un cerdo-, -yo solo quiero dormir-, nuevamente el mareo, dejarse caer sobre las paredes, esperar.

Esperar.

Perfiló sus pasos hacia la habitación, atravesó el pasillo de libros abiertos, zapatos sin pareja, alambres, ropa hedionda, entonces la sangre, los insectos, la caca fermentada hasta los límites, los vasos de agua por todas las esquinas, tal vez el grito moribundo de alguno de sus números-amantes, el recuerdo de 34 aterrada: "Es él, es él", el peso de la vida, sus 48 años. Llegó al marco de la puerta de su habitación, se sintió aliviado, este era el único lugar en donde no permitía el desorden, cerró la puerta con un golpe fuerte, recorrió a ojos cerrados la oscuridad de la habitación, atinó a encender el aire acondicionado, hacía más calor que nunca, se recostó en su cama, cerró los ojos, pensó en De la Rosa, la numero 105, la del cabello indio, y no pudo recordarle la cara. Abrió los ojos, asustado, algo no estaba bien, siempre había tenido los números y las cuentas bien claras. Escuchó que algo se arrastraba debajo de su cama, una risilla de duende salpicó sus oídos, lo recorrió un escalofrío, quiso levantarse pero una mano de mujer, o de hombre, o de duende, le impidió el movimiento; lo voltearon, una mano gigantesca, o mil manos gigantescas, lo forzaron a permanecer de espalda. A puño cerrado, hasta el brazo, una mano de piedra lo sodomizó sin contemplaciones, desgarrándolo, gritó fuerte, lloro, -maricones, malditos maricones-, y el silencio, y el sudor frío encharcándole las facciones, y luego sintió otra mano, y otra mano, y otra y otra y otra, y cada vez mas fuerte, contó hasta ciento cinco con gritos desgarradores, y luego sintió un cuerpo de hombre, claramente, aquello era un hombre, enorme, no, aquello era una bestia, trepándosele encima, y penetrándolo, sudando sobre su espalda, gimiendo, riendo, gritándole obscenidades, y él, llorando: "quítate, quítate". y el líquido escurriéndose por sus nalgas y otro hombre, y otro hombre, hasta ciento cinco en charcos vizcosos: -Ya no merezco vivir-, y mientras lo decía, sintió que se alivianaba el peso sobre su espalda, y pudo ver claramente un muslo de mujer resbalando de la cama, luego vio el cuchillo entre los dedos de uñas cortas, las alas negras naciendo del omoplato; eran alas, el lunar rojo, la sonrisa torcida: -Viktor, eres un cerdo-. Y todo se le hizo negro.

Los hambrientos

Los hambrientos Septiembre 02 de 2002

Ella se volvió caníbal porqué leyó de un científico que experimentando con anélidos probó la teoría cuántica. Todo lo que existe, lo que existirá y lo que existió está hecho de no-materia: los pensamientos y el conocimiento incluidos. Deepak no era un excéntrico loco después de todo. Y pensándolo y repensándolo se volvió psicótica, pero antes de hacerlo (volverse psicótica), se dedicó, muy a lo Santo Tomás de Aquino, a recrear el experimento, y vio a boca hecha agua que las conclusiones de W. Walton eran ciertas: los gusanos aprendían a través de impulsos eléctricos que no debían reptar hasta el lado con tierra y una vez convertidos en polvo e ingeridos por una segunda generación de anélidos transferían este conocimiento de supervivencia a la nueva generación, que a modo de milagro metafísico no se arrastraba ni por casualidad hacia el lado color tierra del cuadrilátero en donde la generación anterior hubiese recibido terribles choques eléctricos. Nuestros alimentos no sólo nos nutrían fisiológicamente si no que nos dejaban también su historia personal, su conocimiento, nos lo dejaban todo, y recordó que por eso era que los indios Caribes se comían únicamente a las víctimas que se resistían: a los guerreros valerosos: a los que tenían algo bueno que dejarles. !Eran sabios los Caribes! Por eso Silvia se volvió caníbal. De eso hacen hoy siete años y no es casualidad que el país esté de mal en peor: Silvia, la terrible Silvia, se ha comido todo lo que vale la pena comerse en este país; esto se está volviendo un club social con exclusividad para abogados y políticos: ya no se consigue carne de donde cortar. ¡La Silvia tiene un apetito voraz y carece de conciencia ecológica! Recientemente, ha hablado a los diarios de mudarse a Europa a continuar sus “estudios científicos”: no sabe que sé: no sabe que estoy tras ella: no sabe que en este mundo no hay lugar para los dos.

-W. Walton, hijo

Tusas

Tusas

Aprendí a ser tusa en noviembre del 1995. Y ayer ascendí a la posición de ratusa: que es una mezcla letal de rata con tusa. Debo decir, que aunque tarde, convertirme en tusa y luego en ratusa ha sido la mejor desición que he podido tomar en mi vida. Ser tusa paga; es cierto. Aunque bueno, últimamente he visto unos cambios en mi fisonomía y en mi cuerpo. Efectos secundarios de la transición imagino. Nada importante ni que me quite el sueño. No mientras mi cuenta de banco siga creciendo. Lea bien esta historia y apliquese bien el cuento antes de que sea tarde. Yo por ejemplo: si hubiese sabido antes lo que sé ahora, no hubiera perdido el tiempo en la universidad. Soy vendedor de bienes raíces verá, y eso de ser refinado me estaba quemando las ventas. En vez de yo vender, los clientes me vendían sus mil excusas. Por mucho tiempo les compré sus deudas, sus enfermos, el auto del año, y hasta consultas con el broker. Yo veía como dentro de la compañia, los tráfalas con cara de bolsa eran los que se llevaban las comisiones más gordas, y me preguntaba como podía suceder semejante cosa. Cómo a mi me vendían sus excusas, y a ellos, su verdad. Un buen día, pedí hacer sombra con Carlos, un tusa de lo peor. Y así fue como me introduje al mundo de los tusas. Vi con asombro que el 75 por ciento de la población eran tusas encubiertos. Padres de familia, médicos, notarios, maestros y policías, todos tusas desdoblándose a la menor provocación. Hablando feo, pellizcándole el trasero a sus esposas, jugando a probar quién es el más tusa de todos los tusas. Y claro, un tusa se entiende con su igual, te abre su corazón, te deja que te metas en sus fibras más intimas, y si sabes jugar con ellas, te permite que decidas como gastar su dinero. Como vengo de una familia chapada a la antigua en la cual decir "coño" te ganaba un castigo, el cambio de gente bien a tusa no fue fácil. Esto de arrastrar la lengua y hablar masticado cuidando de no pronunciar una erre delatora no es tarea para taimados. Luego tuve que aprender a maldecir: a decir cabrón, maricón, hijo-de-puta, pero esto no fue lo peor. La primera vez que tuve que rascarme los testiculos como para demostrar que en efecto ahí estaban, yo tenia huevos, fue una experiencia devastadora. Pero como todo, la verguenza también pasa,y de pronto un día eres capaz de rascarte los huevos frente a un tipo que te dice que tiene que consultar con su madre si se compra o no la casa que le gusta. Pero ya en este caso, la entrelinea del astusa es mucho más refinada, y así con cierta elegancia le estás diciendo al tipo: ¿Hombre, dónde carajos tiene usted los huevos? -Y otro tusa te entiende, baja la mirada y te pasa su billetera como para demostrarte su hombría. Que no se lo estoy diciendo yo: ser tusa paga, aunque bueno, no es trabajo para mamones. Hay que tener corazón de hierro y memoria corta. Ayer por ejemplo tuve que poner en su lugar a un cliente porque me dijo que tenía que pensar si compraba o no la propiedad de sus sueños. Una ganga por cierto. Tuvo los huevos de decirme que estas cosas no se podían tomar a la ligera, que le diera unas semanas para consultarlo con la almohada. Oyó usted bien, consultarlo con la almohada me dijo. Le dije que qué se pensaba, qué había venido al mundo con fecha de caducidad, ¿qué le garantizaba que no se iba a morir hoy mismo e iba a dejar a sus hijos en la calle? Que no tenía consideración por su mujer ni sus hijos, mucho menos amor propio, que tenía a su familia viviendo en la miseria, alquilados, mientras él se daba lujos, que no era hombre sino animal. Para demostrarle que yo tenía razón lo enterré en el jardín de la casa que no tendrá jamás, y donde servirá de abono para las flores que una familia más meritoria disfrutará. Ser tusa paga. Sólo hay una cosa: me están saliendo dos protuberancias a cada lado de la cabeza. Y mi esqueleto parece encogerse. Las corbatas cada día me quedan más grandes.

Por dentro

Por dentro Alejandro Viera lo supo, de súbito, sin más; aquello le llegó como una revelación tan pronto entró a aquella casa deshabitada de ruidos; falta de vecinos; fue el olor a aire despejado y sin perfume lo primero, lo blanco lo segundo, la decoración de vitrina de hotel lo tercero, y Alejandro Viera ya sentía el germen de la nausea columpiándose en su estómago. Luego vinieron las flores que no se encontraban siquiera en los estampados de uno de aquellos gruesos cojines; cojines hinchados, demasiado cuadrados, demasiado negros; las revistas sin arrugas, el piso cegador a la luz de las ventanas, el televisor; ¿Dónde estaba el televisor?, ¿Los libros? -Esther,¿Dónde guardas los libros?-; Y ella lo guió sonriente a un salón helado, forrado con burdas tablillas de metal; sin vidrieras, o cuadros con paisajes cálidos, o Viena, o Paris, o melancólicos otoños, o cualquier otra estación del mes; sin color pero con ventanas francesas y un escritorio rústico limpio, recogido, raso, sin papeles o lápices, o algún libro a medio leer, pero con una lámpara de bronce que era una reliquia y una silla pequeña de madera sólida, sin cojín en la posadera ni en el espaldar ni en ninguna otra parte: dura; y a Alejandro le temblaron las rodillas al sentarse en ella: -No quieres ver la habitación, pensé que a eso vinimos-; y Alejandro hizo un esfuerzo por mantener la compostura, por no desdoblarse en sí mismo y decirle que no, que no quería ver ya nada, hizo una mueca deformada en sonrisa; mostró forzado los dientes y acarició con manos frías la suave mano extendida de Esther:-Es tarde, olvidé que tenía que atender unos asuntos y... -¿así de pronto: miedo?-; y la risa; y el manguillo que resbalaba enérgico del hombro de mármol; la tela negra forcejeando con aquel pecho delicado, suave, redondo; indecentemente blanco, -¿Te asisto?-, dos pasos hacia ella, ella dos pasos hacia atrás, y arriba y abajo y en el centro un capricho escurridizo y:-Esther, ¿A dónde vas?-, y arriba y abajo y ella caminando más rápido, casi corriendo y mano a la cintura, una gota de saliva, la ansiedad:-¿Esther?-, -Al cuarto Alejandro, al cuarto-, y el segundo manguillo se fue, y luego el vestido y bragas no tenía, y las piernas eran dos canillas de cristal soplado por los dioses y él lo supo; lo supo todo el tiempo mientras la seguía por aquel corredor desposeído de fotos; mientras escuchaba el repiqueteo de aquella risilla de ninfa; pero aquella piel y aquellas redondeces; y el hueso del pubis: ¿Cómo eres Esther por dentro? Y la cama de hierro: -reforzado-, corrigió ella; y la mesilla de noche que no estaba, o las cremas de mano, o alguna pieza de ropa que delatara que en efecto aquello era una habitación, que allí se vivía. Y las gavetas llenas de frascos, o la cómoda sucia de maquillaje y perfume, o el radio o el teléfono o cualquier otro cable; pero no. Sólo aquella cama vestida de novia negra y el cruel papasán con otomán y los espejos. Y la lámpara de piso, otra reliquia, y Esther encendiéndola justo antes de soltarle la corbata. Y mientras Alejandro le palpaba los pechos con ansiedad de irse, y no poder ya, y mientras le besaba los muslos y subía, y arriba y abajo, y recibía instrucciones de como encapricharse más. Y mientras se veía en el espejo sentado sobre la cama; una mueca de placer en su cara; el pecho de Esther subiendo y bajando sobre su muslo izquierdo; aquella mujer perfecta tragándoselo todo; el lo supo, por eso no se sorprendió demasiado al día siguiente cuando sobre la cama encontró aquella nota: -al salir, cierra todos los portones-, pero ya era tarde, era tan tarde.