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Rueda, cuatro.

Rueda, cuatro.

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Desperté hecho un charco fétido frente a mi apartamento. La puerta de la vecina estaba abierta, y en la salita de estar una anciana con el cabello escaso y largo me sonreía desde su sillón. Se repartía entre vigilarme y ver la televisión. Con torpeza traté de buscar mis llaves. Palpé con cierto enfado que mis bolsillos estaban vacíos. Un profuso dolor en el costado me invadió. Pensé que me habían robado así que me quité la camisa y busqué en mi cuerpo algún signo de violencia. Con tal de justificar mi estado me hubiera gustado encontrar que me habían dado una buena golpiza. Toqué mis miembros y me desconsoló notar mi deterioro; la palabra decrepitud no alcanza para describir mi sufrimiento. Estaba envejeciendo y no tenía a nadie que hiciera más llevadero la ineludible gravedad de los años. Me vino a la memoria la carita de bebé de mi hija Camila, recordé con tristeza que jamás me preocupé por verle crecer otra cara mas que aquella. Su mirada vulnerable de recién nacida se dibujó en mi mente con demasiada exactitud; y un peso recién descubierto se afincó en mi pecho apesadumbrandome. No nada más me había ocupado de quedarme sin familia; también había traído a la tierra una hija sin padre. La voz de mi madre se conjuró en mi pensamiento: "Es la naturaleza del padre ver crecer a sus hijos y no al revés". Recordé como ella me sacó adelante sola. Mientras a mi no me faltó nunca un vaso de leche, ella parecía vivír de gomitas dulces y galletitas. Para cuando entré a la Escuela de Derecho sus deudas eran tantas que nisiquiera le alcanzaba para guardar Naranjitas debajo de la cama. Ahora llaman a las de su tipo "madres solteras", un título que encierra cierta dignidad de carácter casi virginal. Pero para cuando yo era niño las llamaban zorras y a la descendencia espuria le decían escoria. Curiosamente así me sentía aquella tarde: más bastardo que nunca.

Llamé a la vieja y le dije que me habían robado; que necesitaba que me dejara llamar a un cerrajero. La vieja no contestó sino que siguió atenta a su televisor. Pensé que podía estar sorda así que me acerqué lentamente. -Doña, ¿me oye?, doña -Al ver que no me miraba, la toqué suavemente en el hombro. -¿Qué día es hoy? -dijo de pronto con una voz que me heló la sangre. Sus ojos nublados de cataratas permanecían clavados en el televisor. -Cuatro de junio -respondí, ingenuo, y ella profirió un gesto de disgusto. -No, vamos... trata de nuevo. -Se hizo un desagradable silencio entre nosotros, no respondí más nada; ya no tenía valor para hacerlo. -La has visto, ¿no es así? -insistió ella con una naturalidad desconcertante -¿A quién? -traté de disimular. Entonces se echó a reír, y había un aterrador fondo acuoso en el timbre de su voz. Un misterio de río o mar que no sé explicar. Luego dijo alzando la voz y elevando un dedo generoso: -Sabes, no se toma su visita a la ligera. -Una horrorosa sensación de desesperación me invadió, y justo cuando me proponía a reaccionar llegó una mujer joven y se nos plantó en el medio. Era de estatura baja, tenía el cabello rojizo y los brazos demasiado largos en relación con el resto del cuerpo. Jadeaba y hablaba entrecortado como si le costara trabajo emitir sonidos - Perdone a mi abuela, está enferma, tenga, su amigo le dejó esto, - dijo haciéndome entrega de un sobre. Dentro estaban todas mis pertenencias incluídas las llaves de mi apartamento y las del auto. Registrando encontré también el papel garabateado. Saber que no había imaginado aquella niña me desconcertó. En el revés del papel estaba dibujada la rueda de Veintisiete. Al reconocerla comencé a sentir que me asfixiaba. Perdí el balance y caí al suelo propinándome un golpe rotundo en el hombro.

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